Diego Batlle

Estiu 1993 (España, 96′), de Carla Simón.

Ganadora del Gran Premio de la sección Generation Kplus y –más importante aún– del galardón a la Mejor Opera Prima de todo el Festival de Berlín, esta película con elementos autobiográficos de Carla Simón está a la altura de esas y cualquier otra distinción que pueda venir (y que seguramente llegarán). Los padres de la directora murieron a causa del virus HIV cuando ella era muy pequeña y, si bien el SIDA nunca se nombra en la película, está claro que en aquellos tiempos (1993) había tanto prejuicio como desconocimiento respecto del tema.

La película está narrada desde el punto de vista de Frida (Laia Artigas), una niña de seis años que –tras la muerte de su madre– va a vivir con sus tíos Esteve (David Verdaguer) y Marga (Bruna Cusi) y la aún más pequeña y encantadora prima Anna (Paula Robles) en un aislado entorno rural cerca de Barcelona. Los abuelos y amigos de la familia la visitan algunos fines de semana, pero en el día a día –y sin entender demasiado lo que ocurre– la protagonista debe enfrentar una nueva realidad.

Artigas –un dechado de expresividad y matices– consigue trasmitir toda la angustia, desolación, incomodidad, malestar, ira, dureza y las sucesivas transformaciones de una niña marcada por una tragedia que no sabe cómo procesar. Cuando finalmente puede llorar, es probable que ningún espectador deje de acompañarla en esa explosión desgarradora que más que sufrimiento es una manera de liberar tanto dolor contenido.

Con la cámara siempre cerca y a la altura de la pequeña heroína, con una capacidad de observación no demasiado habitual para que ningún detalle, gesto o mirada reveladora se le escape, Simón hace gala de un aplomo infrecuente en una debutante. Pero, más allá de los aciertos formales y en la dirección de actores, lo que hace de Estiu 1993 una pequeña gran película es el pudor, la forma en que elude casi todos los golpes bajos del coming of age y las tentaciones demagógicas que este tipo de historias suelen ofrecer.

Bella y sensual, esta narración intimista y veraniega lidia con la muerte sin regodearse en el dolor, pero tampoco resulta banal o simplista. El haber encontrado el tono justo, ese que es capaz de seducir al público sin tomarlo de rehén, es el principal mérito de una directora (que tiene algo de Lucrecia Martel y Mia Hansen-Løve) a la que habrá que prestarle mucha atención.

Pieles (España, 77′), de Eduardo Casanova

Película corrosiva, incómoda y controvertida como pocas, la ópera prima de este veinteañero con bastante experiencia en el cortometraje y la actuación es un cúmulo de deformidades como no se veía desde el clásico Freaks, de Tod Browning. Niñas sin ojos, jóvenes con cara de culo (en sentido literal, no figurado), obesos y obesas, muchachos que quieren cortarse las piernas, enanos, hombres y mujeres con los rostros más feos que puedan imaginarse… La galería de personajes de Casanova son un muestrario de esa fealdad que la sociedad de consumo suele rechazar de forma visceral.

Y, claro, no faltan violaciones, excrementos, desnudos de cuerpos flácidos, niños abusados, agresiones callejeras, prostitución y perversiones varias en una película que por momentos remite al cine de David Cronenberg, Roy Andersson, Todd Solondz, David Lynch y John Waters.

Con una estética propia del universo publicitario y una estilización que potencia la artificialidad, Pieles es una película políticamente incorrecta, bizarra y retorcida, construida con múltiples viñetas que se meten de forma irreverente y un poco irresponsable con algunos de los peores traumas, obsesiones y miserias humanas. El film genera rechazo y fascinación morbosa. La polémica recién empieza.