Cineasta de larguísimo recorrido, y sin embargo, escasamente visto y distribuido en España, Roy Andersson alcanzó un estatus parecido a la normalidad (si es que algo así existe y podemos definirlo como tal) gracias a Una paloma se posó en una rama a reflexionar sobre la existencia, cierre de su trilogía sobre la vida, ganadora del León de Oro en el Festival de Venecia de 2014, posteriormente estrenada en el Festival de Sevilla, y distribuida discretamente en salas comerciales. Su estreno ahora en Filmin, acompañada de los dos anteriores films de la trilogía, La comedia de la vida (2007) y Canciones del segundo piso (2000), permite echar la vista atrás y analizar con cierto detenimiento en qué consiste el particular mundo del cineasta sueco. Relacionado muy a menudo con cierto pesimismo existencial de Ingmar Bergman, la comicidad seria de Jacques Tati, o cierto surrealismo de Luis Buñuel, las raíces más profundas de su trabajo se encuentran probablemente en el teatro del absurdo nacido tras la Segunda Guerra mundial, una expresión de la vanguardia artística frente a la ansiedad producida por un mundo salvaje, inexplicable y fuente inagotable de dolor.

El trabajo de dramaturgos como Samuel Beckett o Eugene Ionesco, maestros del extrañamiento y la duermevela como auténtico estado de conciencia en el mundo contemporáneo, sirve de inspiración profunda a un cineasta –formado en la publicidad, ese arte de la manipulación para el control de los instintos– que recupera al menos dos de las herramientas básicas de aquel teatro del absurdo para desvelar el sinsentido del mundo. Primero, la repetición (hasta el infinito) como forma de progresión que termina por no desembocar en ninguna parte. Y segundo, esa extraña cualidad inmóvil de las escenas (estampas que parece extraídas de la foto fija de un ensayo teatral en una nave abandonada) que las vincula, como ocurría con Beckett o Ionesco, con estados irreales como la fantasía, el sueño o la pesadilla. Sin embargo, Andersson, como sus predecesores, no trabaja sobre lo imposible, lo imaginario, lo pesadillesco extraído de la fantasía entendida como algo despegado del mundo, sino que sus estampas parecen proceder de un lavado a fondo de nuestra realidad: lo que vemos es nuestra vida cotidiana pero reducida a su mínima expresión, a los movimientos más básicos, a sus diálogos esenciales, vacíos de contenido, y a los pequeños conflictos aparentemente banales que terminan por revelar nuestra existencia como un sinsentido.

La paloma disecada de "Una paloma se posó en una rama a reflexionar sobre la existencia".

La paloma disecada de “Una paloma se posó en una rama a reflexionar sobre la existencia”.

Al igual que sus referentes dramáticos, en quienes se apoya para la creación de ese mundo aparentemente estático –un escaparate perverso de un centro comercial sin sentido–, Andersson trabaja en lo que podríamos denominar como la ilustración triste de la condición humana y la absurdidad de la existencia a través de una anulación del sentido narrativo del relato como forma de poner en cuestión el propio sentido de nuestra existencia. Sus películas no tienen un avance claro, sino que se estructuran por la acumulación de episodios, sin desarrollo aparente, que terminan por construir un sinsentido narrativo, un no-progreso, una repetición que acaba por convertir lo que parece una broma en un retrato entre cruel y levemente humanista de nuestra existencia a la deriva en medio de un cosmos que nos ignora.

Sin embargo, es el trabajo de puesta en escena el que, al mismo tiempo, vincula de forma definitiva a Anderson con sus precedentes teatrales, y al mismo tiempo lo distancia definitivamente: sus estampas son siempre largos planos secuencia, sin posibilidad de plano o contraplano que nos alivie del rigor de la mirada escrutadora y fría, casi maquinal, con una iluminación que borra cualquier tentación de dramatismo o viveza. No hay sombras, como tampoco hay luces, todo es un gris, un marrón constante, y la luminosidad exterior, cuando existe, se parece sospechosamente a la que ofrecen los fluorescentes de los supermercados de ofertas, ese tipo de luz que ilumina igualando por lo bajo, rebajando las cualidades de lo vivo hasta convertir la vida en una reproducción en cartón piedra de sí misma. Esa decisión formal, que rompe con la ilusión de realidad del montaje invisible, termina por ser clave en el gran propósito del cine de Roy Andersson: que contemplemos lo que hay en pantalla como un largo reflejo, distorsionado hasta ser más real que lo real, de nuestra propia existencia. Absurda, vacía, y sometida a pequeñas mentiras y consuelos banales. Como repiten los personajes de su nueva película: “Me alegra escuchar que estás bien”. Y nadie parece estarlo, realmente. Nadie parece estar bien.

La obra de Roy Andersson en Filmin.