Carlos Reviriego (Festival de Berlín)

El director rumano Corneliu Porumboiu revela su mirada crítica y estupefacta hacia los sistemas sociales de su país, y sus secuelas poscomunistas, a través de la estricta ironía. Como ha mostrado en sus memorables largometrajes de ficción –Politist, Adjectiv (2009), El tesoro (2015), etc.–, mantiene una prudente distancia respecto a lo que cuenta y los personajes que retrata, haciéndolo en apariencia con mirada de entomólogo, aunque en el fondo haya un cómico detrás de la cámara que extrae la vertiente metafórica de la realidad con un algo de ternura y otro algo de burla. En esa distancia, en ese equilibrio, es donde se disputa la postura moral, y la resignación crítica, hacia lo que retrata.

El interés de Fotbal Infinit, que ha presentado en la sección Forum, procede precisamente de la tensión con la que Porumboiu trata de trasladar esa misma mirada metafórica al registro documental, sin un guión escrito y en teoría abierto a las intervenciones de lo real, pero cuyas secuencias medianamente planificadas transcurren siempre en un marco preciso y a la postre cerrado, como si no quisiera perder el control de la mirada ni de lo que ocurre dentro del plano. Él mismo se inscribe en las imágenes, delante de la cámara, para ser el guía o conductor de la narración. Más bien, es la persona que escucha, marca los tiempos, hace preguntas, psicoanaliza al sujeto protagonista.

La película es el retrato-entrevista de un personaje realmente extraordinario, un amigo personal del director cuya historia –por extravagante, cómica y reveladora– pensó que merecía ser contada acaso para mostrar las corrientes kafkianas sumergidas en ella, y que de algún modo se ofrece como diagnóstico social y psicológico de su país. Es una película sin duda menor en la valiosa filmografía del rumano, pero no por ello menos reveladora de cómo funciona, o pretende funcionar, su cine. El personaje en cuestión, Laurentiu Ginghina, es un sociólogo (detalle no menor), un burócrata local que durante años, a partir de una lesión que tuvo de joven y le obligó a abandonar su deporte favorito, ha desarrollado un nuevo reglamento para el fútbol –con el propósito de “darle mayor velocidad al balón”– desde la admirable pasión y el delirante convencimiento de que es posible implementarlo a nivel mundial.

La tenacidad frente al absurdo es tanto un acto de fe como de resistencia por parte de Ginghina, y entendemos que también por parte de Porumboiu, que al menos hasta la mitad del metraje nos muestra a su amigo no para que nos riamos con él, sino más bien de él, con todas las sospechas que eso plantea. Cuando entramos en su despacho, donde el film registra inesperadamente una reclamación popular que revela el anquilosamiento de la maquinaria burocrática (como si realmente fuera una escena escrita de alguna de sus ficciones), nuestra percepción del personaje entra en la dimensión compasiva. En su discurso, que siempre nace y termina en el fútbol para en medio dar rodeos por diversos asuntos (de superhéroes con dobles vidas a naranjales en Florida), yace el magnetismo del personaje. Finalmente el propio cineasta hace explícita la trastienda metafórica del hilarante y surreal propósito de Ginghina, quien, dice el cineasta, concibe el deporte como una “utopía política”.