Letters to Paul Morrissey, el estreno en el largometraje de Armand Rovira (con la colaboración de la actriz, coguionista y corealizadora Saida Benzal), se estructura a partir de cinco episodios de homenaje vídeo-epistolar dirigidos al responsable de títulos como Trash y Heat, además de colaborador de Andy Warhol en la consecución de un hito como Chelsea Girls. De lo que se trata aquí es de dialogar de forma figurada. De mandar mensajes (sin esperar respuesta) a través de la réplica (formal, mayormente) de aquellas sacudidas made in Velvet Underground. Sin demostrar una excesiva preocupación por establecer vías de comunicación con los no-iniciados, Rovira reproduce la locura (o genialidad) de aquellos 16mm nacidos para provocar y revolucionar la experiencia cinematográfica, ya desde las bases supuestamente inamovibles de la proyección.

La multi-pantalla como multi-punto de vista en el que el espectador se ve obligado a elegir… del mismo modo en que un hombre, Udo Strauss, decide abandonar la decadencia consumista de su Berlín natal para abrazar la espiritualidad del Valle de los Caídos. La provocación pervive, como pervive la atracción experimental que sólo puede despertar el consumo de ciertas sustancias prohibidas. Lo que pasa es que esta sacudida llega ahora a nosotros como una cápsula temporal. Como el recuerdo de aquello que podría haber sido, pero que finalmente no fue. En su capítulo más inspirado, Rovira imagina la decadencia de una de las Chelsea Girls (suerte de reflejo anti-glamouroso de aquel Crepúsculo de los dioses), obligada a contratar los servicios de una agencia que promete amor a cambio de una módica cuota de alquiler. Es ahí cuando Letters to Paul Morrissey dialoga, ahora sí, con otros autores. Con Billy Wilder, claro, pero más bien con John Cassavetes, y con Chris Marker, y con Shinya Tsukamoto. En esta comunicación entre maestros, en estas carambolas temporales y geográficas, Rovira recobra la esperanza en la palabra (sin duda bien transmitida) de Morrissey.