¿Qué puedo añadir a la conversación? ¿Queda algo por aportar a lo que ya ha sido dicho y escrito? ¿Tiene algún sentido seguir dando vueltas en torno a lo que ya se ha escrutado hasta la saciedad? Cuando cada símbolo, código y referente de Lo que esconde Silver Lake parece haber sido desmenuzado concienzudamente, ¿es todavía posible ofrecer una lectura que trascienda el discurso, que no evoque la idea del palimpsesto? En una de las escenas clave del film, el personaje interpretado por Topher Grace discursea sobre una realidad en la que ya no hay lugar para el descubrimiento o la invención: “Hace cien años, cualquier palurdo podía adentrarse en el bosque, mirar bajo una roca o cualquier mierda, y descubrir algo genial… pero todo eso se acabó”. ¿Es realmente así? ¿Forman las imágenes de Lo que esconde… un discurso autoconclusivo o autocombustible? ¿Hay más allá de esas imágenes (ultracodificadas por el pop) algo más que un oscuro, negro, negrísimo abismo: la nada, una broma infinita carente de significado?
De Lo que esconde Silver Lake se ha destacado la profusión de referentes de género, sobre todo procedentes del cine negro –David Robert Mitchell ya se encargó de vampirizar y culto-rizar el terror y las teen movies en It Follows y The Myth of the American Sleepover–. La batería de citas comienza con el nombre del cochambroso protagonista (un maravillosamente alelado Andrew Spider-man Garfield), un tocayo del detective Sam Spade que parió Dashiell Hammett e inmortalizó Humphrey Bogart en El halcón maltés, aunque cabe decir que el Sam de Lo que esconde… parece más bien una versión millenial de El Nota de El gran Lebowski. Cumpliendo con el patrón establecido, la narración de Lo que esconde… se pone en marcha gracias a la desaparición de una suerte de femme fatale, una arquetípica belleza-rubia-platino-de-piscina-privada. La etérea y enigmática Kim Novak de Vértigo se fusiona con los manierismos de Marilyn Monroe para materializarse en la sensual e inconsecuente Riley Keough, que obsesionará al protagonista con sus curvas y sus filias cinéfilo-gastronómicas. Sin embargo, lo que en el noir era gravedad y tensión constante y justificada, en este thriller se convierte en sátira desgarrada. La música de Disasterpeace (responsable de la banda sonora de It Follows) sube y baja de intensidad de forma arbitraria, incorporando tintes electrónicos a una partitura indisimuladamente hermanniana; mientras las pruebas referentes a la investigación de Sam llevan a callejones sin salida, de los que el protagonista escapa gracias a caprichos del ¿azar? Como si se tratara de alguien que pugna constantemente por reprimir la carcajada, el film pierde la compostura en su irreverente homenaje al noir.
El aluvión de análisis críticos (y de comentarios en redes sociales) no ha dejado pasar, tampoco, la oportunidad de hablar del escenario que acoge el amasijo de referentes de Lo que esconde…: ese Los Ángeles corrompido y desangelado que a tantos otros ha servido de musa y perdición, engullendo individuos y fagocitándolos en forma de deshechos sociales. David Lynch canalizaba la caída en desgracia de Naomi Watts, en Mulholland Drive, con una proyección dual de su ser, luchando por frenar el avance de la cruda realidad, que se acababa imponiendo, inevitablemente. Aquí, Andrew Garfield realiza el camino inverso, significándose de lleno en su papel de fracasado para, desde esa precariedad y a ras de la mugre, escarbar bajo la superficie en busca de un algo impreciso, abstracto, que resultaría tranquilizador llamar “verdad”. En esas, entran en juego tanto la cara suburbial de la ciudad de las estrellas como su cultura de club. Sam se encarga de unir ambos mundos, partiendo desde su cotidianidad, sumida en lo vulgar, pasando por lo exclusivo –el mundillo de las fiestas privadas y la fama–, y llegando finalmente hasta lo escondido: sectas, ritos, conspiraciones globales.
El film configura un cosmos plagado de pistas y señales, indisociable de su lectura obsesiva. De esa acumulación de símbolos inherente a la cultura pop surge también la sombra de la paranoia, que se apodera de aquellos que buscan leer más allá, llegar al fondo del asunto. Las claves proliferan por todas partes: en unos febriles fanzines –que dan título a la película–, en las letras de canciones, en personajes de cómic, videojuegos o cajas de cereales vintage. Lo que esconde… ha sido acusada de caer en la desmesura, en una atropellada desproporción, resultado de su esbozo de la vacuidad y la impostura. Emulando el fetichismo pop de Thomas Pynchon, Mitchell teoriza en las imágenes de su film-laberinto sobre la disolución de las fronteras morales en un mundo a la deriva: abocada a la posmodernidad, la realidad parece no estar ahí para ser juzgada, sino únicamente para ser experimentada.
Quizá esta última idea permita añadir algo a la conversación. Tras más de dos horas de metraje, de demencial investigación y de coincidencias abracadabrantes encajadas en la lógica del pastiche, el espectador de Lo que esconde… anhela, como mínimo, un desenlace satisfactorio, una revelación que dé sentido al delirio. Sin embargo, Mitchell prefiere deleitarse en las aguas de lo anticlimático, en la profunda desconfianza ante cualquier forma de creencia, certeza o resolución. Puede que el cineasta no nos ofrezca sosiego, pero sí coherencia: es el final que merecemos, sin respuestas, sin sentido. Para aquellos espectadores dispuestos a llegar hasta el final, Mitchell perfila un (eterno) retorno al origen: un regreso al punto de partida que, más que una resolución, ofrece un nuevo punto de vista a través del cual poder examinarnos a nosotros mismos y al mundo que nos rodea.