Jeanne y Modigliani coinciden pintando en una academia de arte repleta de estudiantes. Dos modelos posan para ellos y, mientras el resto de la clase los dibuja siguiendo distintas técnicas artísticas, Jeanne retrata el rostro de su futuro amor sentado a lo lejos y Modi hace lo mismo con el de su futura amada. Cuando uno ve Los amantes de Montparnasse no puede sino plantearse como serían esos amantes bajo el pincel de su director original (y aquel al que está dedicada la película) Max Ophuls. Uno se imagina esa misma escena rodada de una manera completamente distinta, como los dibujos que los estudiantes trazan de los modelos… Becker traza unas líneas que probablemente no tengan nada que ver con las imaginadas por Ophuls, aun conteniendo la misma idea en el lienzo: seguramente en ambas versiones los amantes se pintaban entre ellos. Godard decía que Los amantes de Montparnasse es una película sobre el miedo que podría haber llevado de subtítulo “El misterio del cineasta”. Es cierto que Becker se sumerge en lo insondable de la creación artística y los peligros de la cesión de una visión propia, pero con ese miedo Godard se refería sobre todo al miedo a la página en blanco, al lienzo vacío, a la piedra no cincelada y, en ese sentido, “al derecho que tiene el cine moderno a tener miedo de la cámara, de los actores, de los diálogos, del montaje”. Los amantes de Montparnasse al final, como todo el buen cine, es eso: una oportunidad de acudir a distintos esbozos de lo que un cineasta entiende que es la pintura. ER

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