Carlota Moseguí

André y Cristiano viven en un pueblo de Brasil llamado Ouro Preto. Apenas se conocen. Sin embargo, cuando Cristiano muere a causa de un accidente en la fábrica de aluminio donde trabaja, el azar hará que el pequeño André recorra los últimos veinte años de la vida del obrero gracias a la aparición de un manuscrito que la película Arábia se encargará de poner en escena. Así, pasados los quince primeros minutos de metraje, cuando André encuentra el manuscrito de Cristiano, la ficción se transforma, mágicamente, en una representación visual del proceso de introspección de un hombre ansioso por olvidar al amor de su vida: un ejercicio que realiza mediante la escritura de un diario –narrado casi siempre en off– y acompañado por un grupo de teatro. Un giro inesperado que evoca el sorprendente cambio de la primera a la segunda parte de Tabú del portugués Miguel Gomes.

La primera película dirigida a cuatro manos por los brasileños Affonso Uchoa y João Dumans es una maravillosa cinta de raíces neorrealistas que aborda escenas cotidianas de lo más trágicas con suma ternura y delicadeza, suavizando así su carga melodramática. Precisamente, el film no pretende exaltar o exagerar la desdicha de los personajes, sino plasmar el sentimiento de soledad y melancolía que los envuelve. Ya sean esos niños de la primera historia que desayunan con café porque no pueden comprar leche, o el autor del diario que viajó haciendo ruta por las carreteras de Brasil aceptando cualquier trabajo que surgiera, o los mendigos y desvalidos que el peregrino conoció durante su viaje. Ninguno de ellos hace otra cosa que cuidar de sí mismo para sobrevivir.

Arábia retrata un Brasil donde la pobreza económica ha superado sus fronteras y, ahora, carcome el alma de su gente. La escritura, que debiera ayudar al protagonista a deshacerse del recuerdo de Ana, termina causando un efecto imprevisto: despertarle de su alienación mientras rememora su vida. En las últimas páginas de las memorias, Cristiano nos confiesa que sólo cuando deja de escuchar el sonido del metal de la fábrica consigue oír el latido de su corazón. Justamente Uchoa y Dumans dejarán en fuera de campo la muerte de Cristiano, transcurrida al inicio de la película para que esta deslumbrante película nos deje con una única incógnita: ¿Tuvo Cristiano un accidente o, en realidad, murió de pena?

El otro film presentando en la competición oficial no nos dejó ni una sola pregunta sin resolver. Se trata de la esperada ópera prima del crítico de cine y video-ensayista Kogonada. Amante y eterno reivindicador del cine de Robert Bresson, Yasujiro Ozu y Hirozaku Kore-eda, el director coreano ha debutado con una suerte de homenaje a sus cineastas favoritos, especialmente al tercero de ellos. Colombus, decíamos, es una película tan milimétricamente controlada en el aspecto formal que asfixia el propio relato, eliminando toda posible ambigüedad. El film es, en realidad, un superlativo ejercicio de estilo diseñado para representar, durante dos horas de metraje, la relación entre sus personajes y el espacio arquitectónico que ocupan.

En este sentido, la trama del film –sobre dos personas que, para desconectar de sus problemas, visitan espacios de la ciudad norteamericana que da título al film– funciona como un pretexto para llevar a cabo un despliegue visual extasiante. En Rotterdam, la película no ha cosechado el favor unánime de la crítica, como sí ocurrió en el Festival de Sundance. Columbus dividió a la audiencia entre quienes la estiman por su valor estético, y otros que la juzgan como una película vacía.