Tercera película de este joven realizador madrileño, última generación, por el momento, de una familia de cineastas sobre la que se estructura parte de la historia del cine español reciente. Si su padre, Fernando Trueba, arrancó en el cine más independiente para terminar siendo una pieza clave de cierta industria madrileña, su hijo Jonás parece seguir, hasta el momento al menos, el camino contrario, quizás el signo de los tiempos: después de una primera película, Todas las canciones hablan de mí, realizada en el seno de la industria, estrenó Los ilusos, un retrato generacional que se ha convertido en una de las películas centrales de eso que se ha venido en llamar otro cine español”, sea lo que sea, realizada de forma completamente autónoma y sin apoyos oficiales.

Esa es la misma senda que continúa con su tercera película, Los exiliados románticos, que supone un paso más en el proceso de liberación de su director: renunciando al rodaje en 16mm de su segunda película, y con muchos menos medios, si cabe, Jonás Trueba encuentra en las estrechez el camino de la ligereza y la gracilidad. O la libertad a través de las limitaciones. La película cuenta el viaje veraniego de un trío de amigos que deciden lanzarse a la carretera para resolver sus problemas sentimentales. Poco importa si lo conseguirán o no, porque el cine de Trueba, cada vez más, no se fija en las tramas, sino que, como la vida que cada vez se respira más entre sus imágenes, es incompleto, inacabado, fragmentario, y la felicidad no está en las resoluciones sino en el camino y sus canciones. Si Los ilusos era una película construida en el montaje, a base de enlazar fragmentos de un rodaje intermitente, Los exiliados románticos parece una película construida sobre la marcha, en el propio rodaje, escribiendo, casi de forma literal, con la cámara y los actores.

Con un espectacular tema de Tulsa como eje central de la película, Los exiliados románticos es una película generosa, celebratoria de las cosas que hacen la vida mejor, con la melancolía de un verano que se escapa pero con la alegría de que vendrán otros veranos, otras canciones, los mismos amigos con los que rodar y vivir y cantar. Y sobre todo, cantar, porque si algo resulta especialmente llamativo de Los exiliados románticos, por más que la crítica se empeñe en emparentarla con referencias afrancesadas una y otra vez, es su estructura más musical que cinematográfica, la importancia que concede a la parte sonora, que más que acompañamiento es estructura y protagonista: la propia película parece construirse como una canción, con rimas y versos, episodios que son estribillos, y un tarareo constante. De alguna manera, la película toma la forma de una canción sin forma: no en vano, las canciones del grupo Tulsa puntúan el recorrido hasta convertirse en protagonistas (reales, no metafóricas) de la película que parece construirse a su alrededor. Hay estribillo, hay letra, y la película, como esas largas canciones que se disipan en el aire hasta desaparecer, no termina de acabar: porque ese lago del final, en el que se bañan los protagonistas despreocupados, termina por fundirse con el azul del cielo.