El punto de partida de Los inocentes, largometraje de debut de Guillermo Benet, es una noche de juerga en la que un grupo de jóvenes se divierte librándose a los excesos típicos de esa etapa vital marcada, en parte, por la falta de miedo (o directamente de consideración) a las secuelas resacosas de la mañana siguiente. Sexo, drogas y rock & roll marcan el ritmo frenético y el nivel de decibelios al que baila la vida en una sala de conciertos donde está a punto de desatarse el infierno. En el escenario, una cantante lanza proclamas que pretenden captar y alimentar el espíritu juvenil del momento; entre bastidores, un chico consume sustancias prohibidas junto a su amante, y cuando parece que están a punto liberar la tensión sexual que les une, sucede lo que nadie esperaba. La música deja de sonar y es rápidamente remplazada por gritos que infligen y expresan terror. La policía ha entrado en el local con el propósito de desmantelar la fiesta, y a juzgar por la agitación en el ambiente, ninguna palabra o argumento racional podrá interponerse con tal de detener dicha redada.

Toca correr, y abrirse paso entre la multitud, y esquivar a las fuerzas del orden en medio del desorden que acaba de estallar. Toca girar repentinamente en esa esquina, y meterse por aquel callejón, y recobrar el aliento, y darse la vuelta… y antes de que se enfríe la sangre y se pasen los efectos del subidón de adrenalina, toca agarrar con fuerza los escombros de una construcción, y arrojarlos enérgicamente contra el agresor. Y seguir huyendo hasta llegar al refugio del hogar. Y una vez ahí, intentar reflexionar y/o comprender lo que acaba de pasar. La narración de Los inocentes se vertebra a partir de la acumulación de capítulos, cada uno de ellos consistente en el marcaje férreo a uno de los involucrados en un incidente que puede llegar a entenderse en el terrible e irracional fragor de la batalla, pero que a posteriori cuesta horrores digerir. En un principio, podría parecer que, desde el texto, Guillermo Benet y Rafa Alberola proponen una especie de puzzle que, una vez terminado, llegará a arrojar luz sobre esta noche traumática. Pero siempre falta información. El formato de la pantalla en 1:1 y el constante uso del fuera de cuadro a la hora de captar y evocar imágenes, al igual que sonidos y diálogos relevantes, resulta en la ocultación constante de pruebas definitivas o verdades que puedan considerarse como irrefutables.

En Los inocentes las piezas no encajan. Pero no por defectos de fábrica, sino más bien por la astucia con la que el propio dispositivo las pone sobre la mesa. El salto constante entre distintos puntos de vista sobre la misma acción nos hace volver, en numerosas ocasiones, a momentos cruciales de la noche, observados esto sí desde posiciones diferentes. Solo que en este supuesto ejercicio de repetición, cada eco suena ligeramente distinto al anterior, como si todo esto se tratara en realidad de un juego perverso del teléfono, en el que el mensaje originario se va deformando cada vez que se pasa a la persona de al lado. Porque a falta de hechos objetivos, queda la versión (¿interesada?) de cada sospechoso. O sea, lo que en un principio podría considerarse como fallos de raccord en la recuperación de escenas clave, se descubre al poco rato como la concreción de las verdaderas intenciones de la película. Los inocentes es, al fin y al cabo, una contundente exposición de los efectos nocivos del individualismo (del sálvese quién pueda) sobre cualquier posibilidad de concordia o entendimiento colectivo. Todo esto, para más inri, tomando como sujetos de este experimento social, a miembros de la que podríamos considerar como generación del 15-M.

Cada declaración, silencio y gesto corporal, en vez de esclarecer, tiene el propósito de esconder, de escurrir un bulto que no para de crecer. Impera el miedo a enfrentarse al dedo acusador, a un veredicto que muy probablemente va a ser condenatorio. Se impone el pánico a perder la condición de “inocente”, a ser la respuesta a la pregunta que más importa: “¿Quién tiró la piedra?”. La película de Guillermo Benet puede leerse también en clave de estudio sobre la culpa, ese lastre del que nadie quiere hacerse cargo. El rompecabezas imposible de Los inocentes nos obliga a regresar, una y otra vez, a ese pico de violencia, a esa bronca que confirma rupturas en lazos (de amor, de amistad, de sangre…) que difícilmente podrán volver a recomponerse. El tiempo rompe su avance lineal y traza círculos que nos recuerdan a los castigos de los dioses crueles de la antigüedad. Y a cada vuelta, la culpa (que no es el resultado de una sentencia judicial, sino más bien el vergonzoso reflejo de nuestra gestión en momentos de crisis) sigue inflándose, y se contagia… y se intenta pasar de la manera más insolidaria.