Manu Yáñez
Al ver a un Joaquin Phoenix alcoholizado transitando en coche las soleadas carreteras de Braylin, más de un espectador puede imaginarse todavía atrapado en la hipnótica y narcotizada Inherent Vice. Las imágenes son, en realidad, de las menos cautivante, drásticamente irregular y aún así satisfactoria Irrational Man, la nueva inmersión de Woody Allen en la cara más oscura de la psique humana. La clave de este juicio aparentemente contradictorio reside en la extrañísima relación que se establece entre el creador del film (Allen) y su criatura (Phoenix). El cineasta de Manhattan posee una largo historial de colaboraciones con actores que han aceptado convertirse en sus alter egos –de John Cussack a Cate Blanchett–. Menos abundantes y más fascinantes son las ocasiones en las que Allen ha liberado a sus interpretes de dicha losa: los casos de Martin Landau en Delitos y faltas o Jonathan Rhys-Meyers en Match Point son buenos ejemplos de ello. Y no hace falta decir que el espíritu indomable de Joaquin Phoenix impone un diálogo de este tipo entre autor y actor.
En Irrational Man, Phoenix parece ir por libre, aislado en su propia película, y eso provoca una serie de desajustes muy curiosos, disfunciones que acercan el film a la idea del cine “objetivamente malo” que proponía el crítico J. Hoberman en su seminal texto Películas malas. A Phoenix parece importarle muy poco el lugar en el que el director de fotografía de Allen (Darius Khondji) decide poner la cámara y al director de Annie Hall no parece molestarle que el protagonista de The Master le de la espalda al objetivo mientras flirtea con Emma Stone, cuya encantadora profesionalidad y sentido de la precisión sobreviven al vendaval errático de Phoenix. Lo que termina cuajando es un juego de desacuerdos actorales que, en cierta manera, halla un peculiar reflejo en el tono del film, que mantiene un pie en la habitual comedia de trasfondo costumbrista de Allen, mientras entierra el otro en el drama moral existencialista. Sobre el papel, el híbrido tonal no está lejos de lo que Allen proponía en Blue Jasmine, aunque veremos que, en este caso, el dilema moral que se propone al espectador es más complejo y sugerente.
En cuanto a la trama, resulta todo un reto explicar su desarrollo sin caer en el spoiler flagrante. Digamos que todo empieza como la típica historia de una alumna (Stone) que cae rendida a los encantos de su maestro (Phoenix). La gracia está en ver cómo Phoenix inyecta un impulso suicida a un cínico profesor de filosofía abandonado por su mujer, huérfano de mejor amigo –fallecido en Irak– y desencantado con su trabajo en particular y con la existencia en general. Allen aprovecha este arranque para poner en la boca y en las voces en off de Stone y Phoenix una de sus habituales y cada vez más descoloridas peroratas de orden filosófico: la imposibilidad de la mentira según Kant, la ansiedad del hombre libre según Kierkegaard, “el infierno es el Otro” de Sartre…
Todo parece encaminado hacia la monotonía dramática y la desidia formal, pero entonces acontece un giro –mitad chiste criminal, mitad encrucijada hitchcockiana– que sitúa al espectador ante la tesitura de tener que empatizar con un tipo irredimible. Y lo interesante es que, a diferencia de lo que ocurría en Match Point o Delitos y faltas, la película se sostiene sobre una alegre amoralidad, un registro que recuerda al de Conocerás al hombre de tus sueños. Hay guiños a Extraños en un tren y una visita a un romántico salón de espejos que, inevitablemente, recuerda a Misterioso asesinato en Manhattan, que a su vez homenajeaba a La dama de Shanghai de Orson Welles. Con la recuperación anímica de Phoenix, la película descubre un nervio y energía sin precedentes, aun cuando las voces en off siembran el film de minas sobreexplicativas. En Irrational Man, Allen vuelve a mostrarse como un cineasta mucho más preocupado por sus temas e historias que por sus imágenes. Y eso le basta para entregar un nuevo entretenimiento disfrazado de pasatiempo moral.