Críticas de los cinco títulos nominados a la Mejor Película en los Premios del Cine Europeo (TODOS LOS NOMINADOS/AS), que se entregan esta noche (15 diciembre) en Sevilla:

LAZZARO FELIZ. Alice Rohrwacher. 125 minutos. Italia, Suiza, Francia, Alemania (2018). Con Adriano Tardiolo, Agnese Graziani, Luca Chikovani, Alba Rohrwacher.

Escindida por una brecha tan elíptica como cósmica, Lazzaro felice nos lleva desde una Italia rural de coordenadas temporales confusas –hay una comunidad de agricultores que parece salida del temprano siglo XX de El árbol de los zuecos de Ermanno Olmi– hasta una Italia contemporánea mendicante y tristemente reconocible. Rohrwacher emplea este salto temporal para plantear una cierta continuidad en los modos de opresión del poder sobre la ciudadanía: si antes eran los terratenientes los que oprimían a sus empleados, hoy es la banca –y los poderes facticos y culturales en su conjunto– la que ha tomado el control de la sociedad, liquidando por el camino todo rastro de humanidad.

Entre las virtudes de Lazzaro feliz está la demostración de que, en materia cinematográfica, todo puede devenir un gesto político. Por ejemplo, la decisión de filmar en formato analógico, en 16mm, descubriendo en las texturas granulosas del cine pretérito una intemporalidad con la que hacer dialogar pasado y presente. O el interés por el cine anticronológico: de una escena a la siguiente, podemos pasar de un día soleado a uno nevado (sólo un ejemplo de cómo el film rompe con la ortodoxia fílmica y deviene una obra imprevisible). Además, Lazzaro feliz pone en juego una suculenta reflexión acerca del modo en que los mitos y leyendas dan forma a una consciencia colectiva, se transmiten a través de la oralidad y tienen su eco en vivencias contemporáneas. En este sentido, el film está tan cerca de los maestros del Neorrealismo, de Fellini, de Pasolini como de Mysterious Object at Noon, la seminal ópera prima de Apichatpong Weerasethakul.

La película no oculta la condición marginal de Lazzaro y los suyos, lo que dará pie a una punzante disección de la cara más hiriente de la lucha de clases. Una realidad que Rohrwacher aborda de manera frontal, pero que por fortuna no le impide admirar la belleza incontestable del mundo. Una belleza que hilvana una película sublevada, compasiva, que se sitúa al margen de la corriente misantrópica predominantes del cine actual. Una obra que no solo nos alerta de los males de nuestro presente, sino que además nos da las herramientas afectivas para derrotarlos. Manu Yáñez

BORDER. Ali Abbasi. 110 minutos. Suecia, Dinamarca (2018). Con Eva Melander, Eero Milonoff, Jörgen Thorsson.

Ali Abbasi nació en Irán hace 37 años, pero vive en Dinamarca, donde tras Shelley (2016) rodó esta fascinante, perversa y provocadora fábula sobre lo diferente que está basada en un cuento de John Ajvide Lindqvist, el mismo autor de la célebre novela Let the Right One In. Tina (Eva Melander) trabaja en la aduana de un remoto puerto danés. Ella tiene la cara deforme (una versión soft de El hombre elefante, de David Lynch) y una capacidad para oler el contrabando. Lo de “oler” no es un eufemismo ni una licencia poética: literalmente huele ilícitos (drogas, alcohol y hasta imágenes de abusos sexuales a menores en la memoria de una cámara). Ella vive en una cabaña en medio del bosque y está casada con un adiestrador de perros bastante patético, aunque hay cosas que no terminan de encajar. Sobre todo: ¿Es ella realmente humana?

Cuento de hadas oscuro y progresivamente más incómodo y perturbador sobre la sexualidad y la identidad (sobre todo con la aparición del personaje de Vore con el que Tina iniciará una relación apasionada), Border está construido con un tono y unos climas fascinantes, con una dosificación de la información y unas vueltas de tuerca (cada escena nos llevará a nuevos descubrimientos) muy precisa e inteligente. Ya sabemos de la capacidad de los nórdicos para este tipo de thrillers fantásticos, pero lo que Abbasi logra no es para nada sencillo porque en cada plano está al borde del ridículo y lo elude con las mejores armas de la narración cinematográfica. Diego Batlle

COLD WAR. Pawel Pawlikowski. Polonia, Francia, Reino Unido (2018). 88 minutos. Con Joanna Kulig, Tomasz Kot, Borys Szyc.

Para su regreso a los prolongados estertores de la Segunda Guerra Mundial, el cineasta polaco Pawel Pawlikowski recupera en Cold War (Zimna wojna) el preciosista blanco y negro de Ida, esta vez para acompañar, a lo largo de tres décadas, a dos “amantes irregulares” cuyo amour fou se ve golpeado una y otra vez por la brecha abierta en el corazón de Europa por la Guerra Fría. He aquí una odisea romántica contada con vértigo elíptico y profusión de paseos callejeros y besos furtivos, como no puede ser de otra manera en un film que busca, con poco disimulo, tender puentes con los referentes totémicos de la modernidad fílmica europea. El vínculo de la pareja protagonista se ve puntuado por sendas visitas a la que podría ser la iglesia abandonada de Nostalgia de Tarkovski, mientras la volátil personalidad de la heroína remite tanto a la rebeldía indomable de la Harriet Andersson de Un verano con Mónica de Bergman como al angst rubio-platino de la Monica Vitti de Antonioni. Pese a su concisión, Cold War es una obra de gran ambición, difícil de encasillar en una única tradición fílmica, como demuestran los aires de Humphrey Bogart polaco que gasta el estoico antihéroe del film, con su fachada cínica y su fondo de cordero degollado por el amor.

Hay algo inquietante, casi opresivo, en la perfección plástica de Cold War, como si para Pawlikowski cada imagen fuera un cuadro para colgar en una galería museística (pese a estar filmada en formato 4/3, la película bascula entre lo íntimo y lo monumental). Sin embargo, la presencia esquiva, en permanente fuga, de la joven actriz Joanna Kulig distancia la película de la sombra del academicismo. En una de las secuencias más memorables del film, la joven polaca, convertida en exótica atracción del París bohemio, bambolea su cuerpo por una pista de baile al ritmo convulso del Rock Around the Clock de Bill Haley & His Comets. La convulsión del arte y del amor, ese campo de batalla que puede devenir un verdadero infierno cuando entra en contacto con la intransigencia ideológica. Un infierno de ayer y de hoy.

GIRL. Lukas Dhont. 109 minutos. Países Bajos, Bélgica. Con Victor Polster, Arieh Worthalter, Oliver Bodart.

Victor está a punto de cumplir los 16 años, pero su nombre nada tiene que ver con su existencia. Se siente, vive y se expresa como mujer por lo que exige que la llamen Lara. Ella se muda a una ciudad de la Bélgica flamenca para vivir con su padre y su hermano menor. Además, tiene una notable capacidad para la danza, aunque las cosas no serán fáciles para alguien que nació como varón dentro de un elenco (y un vestuario) femenino. Lara está a prueba en una exigente escuela de ballet, empieza a tomar pastillas hormonales para acelerar los cambios en su cuerpo y está convencida de hacerse la operación genital que la convierta también desde lo físico en la mujer que ella ya es. Pero la presión de la danza (por momentos remite a Cisne negro, pero por suerte sin truculencia), la ansiedad por los efectos del tratamiento y las inseguridades propias de una adolescente aquí potenciadas por ser “un bicho raro” convierten a su transición en un tour de force y en un vía crucis que el director belga Lukas Dhont filma con inteligencia, recato, elegancia y sensibilidad.

Esa sobriedad y pudor chocarán con un final muy controvertido, pero que analizado con calma no resulta abusivo ni un mero golpe bajo. Las actuaciones –sobre todo la consagratoria de Victor Polster– son impecables y Dhont hace gala de una profundidad psicológica y de una convicción infrecuentes en un realizador debutante. Así, el film, que podía haber caído en la crueldad, nunca pierde su delicadeza y su humanidad. Diego Batlle

DOGMAN. Mateo Garrone. 103 minutos. Italia, Francia (2018). Con Marcello Fonte, Edoardo Pesce, Nunzia Schiano.

Después de pasearse por la cara más anodina del universo de las fábulas literarias con El cuento de los cuentos, el italiano Matteo Garrone vuelve con Dogman a su hábitat natural: la observación de la cara más primitiva y siniestra de la realidad italiana, una tarea que le reportó el éxito internacional de la mano de su vibrante adaptación de Gomorra, el best seller  de Robeto Saviano. Tomando como hilo conductor la lucha por la dignidad de MArcello, el afable y apocado propietario de una peluquería canina del sur de Italia (un inspirado Marcello Fonte, premio al Mejor Actor en el pasado Festival de Cannes), Dogman presenta la minúscula odisea moral de un hombre atrapado en un microcosmos atávico, violento y mendicante.

Heredera del conjunto de sueños aplastados y dependencias malsanas que agitaban las Malas calles de Martin Scorsese, Dogman se sitúa a medio camino entre el fresco realista de colores terrosos y tonos claroscuros, y la recreación exaltada de un universo grotesco, casi una fantasmagoría salvaje. Un conjunto de factores que, inevitablemente, hacen pensar en el imaginario de Pier Paolo PAsolini, el cineasta que mejor supo rascar la costra de la marginalidad para hallar un fulgurante espíritu de resistencia. Garrone aspira a abrazar la piedad pasoliniana, y por el camino construye un viacrucis que tiene como escenario más emblemático un descampado que, cumpliendo las funciones de “plaza del pueblo”, da fe del abandono de una sociedad en ruinas. Manu Yáñez