Fernando Bernal (Festival de San Sebastián)

David Pérez Sañudo comienza su segunda película con un travelling que sigue a un grupo de trabajadores que acaban su turno en una fábrica de papel, situada en una localidad industrial del País Vasco, en el extrarradio de una gran ciudad. En la noche y perdida entre el resto de compañeros, cuesta distinguir a Irune (Miren Gaztañaga), que es casi una sombra que se escabulle entre el bullicio de conversaciones anónimas. Sin embargo, Irune es la protagonista absoluta y el alma que se hace sentir en Los últimos románticos, la segunda película del director David Pérez Sañudo, con la que vuelve a participar en la sección New Directors del Festival de San Sebastián. Un film que revalida el interés despertado con su primera obra,Ane (2020), con la que obtuvo tres premios Goya, y antes con su larga trayectoria como cortometrajista, disciplina que, por cierto, no ha dejado de cultivar de forma prolífica y complementaria a sus largometrajes.

El cineasta bilbaíno trabaja de nuevo en el guion con Marina Parés para adaptar la novela homónima de Txani Rodríguez, publicada en 2021 y que obtuvo el Premio Euskadi de Literatura. La traslación a la pantalla la han llevado a cabo de la manera más fiel posible, superando el escollo del monólogo interior literario –sin tener que recurrir al recurso de la voz en off para explicitarlo–, y respetando esta historia de una mujer en duelo, desubicada, que se comporta de manera poco común a ojos de los demás, y que vive en una angustia continua por la muerte de sus padres. Un personaje femenino apasionante, que conecta esta película con Ane, sustituyendo la figura de la madre por la de la hija en el rol principal del film.

Pérez Sañudo inserta su personaje en un contexto político y social muy concreto, y así su película también puede leerse desde una muy necesaria clave social. Si en su ópera prima la historia sucedía en Vitoria en el año 2009 y tenía como telón de fondo las heridas del terrorismo o la construcción del tren de alta velocidad, ahora estamos en la actualidad y el director señala hacia la despoblación de los municipios medianos y la crisis industrial para continuar con su notable empeño de hacer un cine que habla de sentimientos, pero que no pierde su noción de la realidad y el compromiso con el entorno que rodea (y, en cierto modo, condiciona) a sus protagonistas.

El director vuelve a retratar sin solemnidad ni afectación, con una mirada casi documental, esos paisajes industriales del norte, con el contorno de las fábricas silueteado en las nubes del cielo, o las calles con negocios tradicionales cerrados, y modera su tono hacia el intimismo cuando entra en esa casa humilde donde Irune se refugia cada día de la realidad. Un personaje solitario, algo hipocondriaco, que no llega nunca a empatizar del todo y que solo tiene relación con una vecina, que es su amiga y confidente; con un compañero de la empresa, cuando decide, en un intento por generar vínculos afectivos, unirse a la lucha sindical; y con un teleoperador de Renfe, al que llama cada noche para solicitar horarios de viajes que nunca va a hacer. En este punto, Pérez Sañudo inserta una notable novedad respecto a Ane, ya que estas llamadas dan lugar a fugas oníricas en las que la protagonista fantasea con encontrarse con el cuerpo de la voz que la atiende al otro lado de la línea, algo que deviene en secuencias que cuentan con un encanto muy especial y que rompen con la lógica de la película sin provocar disrupciones. 

Salvo en estos pasajes deliciosamente irreales, Pérez Sañudo sigue fiel a su estilo y opta por una austeridad narrativa en la que prima su necesidad de atrapar la verdad de los gestos por encima de los alardes de planificación o los movimientos de cámara. La perspectiva que adopta está al servicio de la historia y de su protagonista principal, la sigue con cariño y respeto en sus acciones cotidianas, en sus muestras de duelo y también en los pocos momentos en los que se percibe en ella la emoción, que en su caso es una expresión ensimismada, para lo que vale tan solo una mirada de la actriz protagonista Miren Gaztañaga. Una mujer que trata de sobrevivir en un mundo en el que se siente desubicada (¿o quizá son los demás los que no encuentran su lugar en el mundo?), a la que el dolor no deja expresar la humanidad que lleva dentro y que solo necesita que algo arda para tener un motivo y salir huyendo. Los últimos románticos habla sobre el doloroso trance que supone superar las heridas abiertas por el pasado y sobre la necesidad de pasar página y seguir adelante con la vida, y lo hace con sinceridad, sentimiento y crudeza, con el tono, ya reconocible, que marca su director.