Planteada como una fábula tragicómica sobre la lucha por la libertad, Loubia hamra (Alubias rojas) consigue neutralizar uno de los mayores males del cine de denuncia social. Me refiero a ese paternalismo que suele emerger en gran parte del cine que, de forma bienintencionada, subraya la condición de víctimas de sus protagonistas, a los que suele hundir en el desesperación. Loubia hamra, extraordinario debut de la cineasta argelina Narimane Mari, apunta en una dirección contrapuesta al abatimiento y al melodramatismo, aunque esa es solo una de sus transgresiones. Contra el cine que descubre sus límites en una escritura didáctica, Mari responde con una propuesta enigmática, sensorial y libre, donde las fronteras del realismo son solo un punto de partida para la construcción del discurso: una extática meditación cinematográfica sobre las heridas que el colonialismo ha dejado abiertas en el seno de la sociedad argelina.
Un extraño viaje hasta un presente embrujado por el pasado, Loubia hamra tiene como protagonistas a un grupo de niños y niñas que deambulan por el Argel contemporáneo ensayando un ilusorio viaje en el tiempo. Su miseria y abandono evocan un drama actual, pero sus juegos de guerra les llevan medio siglo atrás, cuando el Frente de Liberación Nacional combatió a los colonos franceses. La idea del juego es uno de los ejes centrales del film, cuyos jóvenes protagonistas parecen los herederos de los pequeños vándalos de Cero en conducta el insurrecto himno libertario que Jean Vigo dirigió en 1933. De hecho, la sombra de Vigo alcanza todos los rincones de Loubia hamra, que toma prestado el interés del maestro francés por el surrealismo, además de su exploración de un anarquismo de las actitudes y las formas. Los niños de la película son pequeños salvajes que aspiran a pasarlo bien, dejar de comer las dichosas alubias que les ponen cada día, y combatir la injusticia –encarnada por un intruso que lleva una careta de cerdo– y al ocupante francés.
Para poner a la vista las cicatrices del colonialismo, Loubia hamra apunta directamente a la hipnosis fílmica. En las mejores escenas de la película, acompasadas por la electrónica y percusiva banda sonora de Zombie Zombie, Cosmic Neman & Etienne Jaumet, el montaje de la película se entrecorta hasta componer un collage de imágenes espectrales, casi oníricas, en las que los niños se asemejan a fantasmas que reclaman su lugar en el mundo. En la primera de dos maravillosas y nocturnas secuencias-trance, los niños merodean como revenants por un cementerio cristiano; en la segunda, bañados por un foco de luz artificial, protagonizan un alborozado teatro de sombras donde se representan batallas mitológicas. En estos momentos de gloria cinematográfica, la película dialoga con otros grandes cineastas: un largo plano de los niños subiendo una imponente escalera remite al de los soldados de Beau Travail (Claire Denis) desfilando por el desierto al compás de Safeway Cart de Neil Young; mientras que el modo en que Mari captura el fulgor natural de los gestos de los niños remite a las escenas de baile de Ensayo final para utopía de Andrés Duque.
Coronada por estos momentos de sublevación festiva, Loubia hamra tiene también momentos de debilidad, como cuando Mari introduce el problema de los sexistas roles de género en las conversaciones de los niños. En una película donde el análisis socio-geo-político se presenta tan íntimamente ligado a las circunstancias reales y a las aventuras fantásticas de los niños, la referencia dialogada a “temas” colaterales provoca un ligero chirrío en el conjunto. Sin embargo, Loubia hamra consigue sobreponerse de estos pequeños tropiezos y encara de forma enérgica su objetivo final, que consiste en combatir el dolor de un pueblo oprimido con fulgurantes dosis de belleza, inocencia y euforia. Así, con este ejercicio de etnografía alucinada en el que resuena el recuerdo de Jean Rouch –y en clave más contemporánea, del filipino Raya Martin–, Mari se subleva con alegría y optimismo contra una realidad escamoteada por la injusticia histórica.