En el pasado Festival de Venecia, se vieron dos películas que pretendían recuperar aquella máxima de Jean Cocteau que defendía el cine como el arte de “filmar la muerte trabajando”: una inscripción en imágenes del paso del tiempo. Por un lado, Nosotros en la noche –con Robert Redford y Jane Fonda como una pareja de vecinos que deciden dormir juntos para esquivar la soledad– vampirizaba la dimensión mítica de los actores para componer una oda nostálgica a la resistencia de lo romántico. Por otro lado, The Leisure Seeker –con Donald Sutherland y Helen Mirren como un matrimonio que combate el cáncer y la demencia– se acercaba de manera más explícita al horizonte de la muerte, pero terminaba esquivando la cuestión a través de la banalización satírica y el sentimentalismo cegador.

A diferencia de los anteriores dos films, Lucky, la ópera prima como director del actor John Carroll Lynch –el marido de Frances McDormand en Fargo o el posible psicópata de Zodiac–, aborda con mucha más frontalidad, y al mismo tiempo con un cierto pudor, el peso de la vejez y la inexorabilidad de la muerte, temas espinosos que se despliegan a través del cuerpo enjuto y la personalidad encantadora de Harry Dean Stanton. Construida como un vehículo para la observación del carisma del mítico actor, la película no duda en exprimir todo el imaginario que le rodea, desde sus icónicos paseos desérticos en París, Texas hasta la sublimación de la bondad y la ternura que encarnó en el regreso de Twin Peaks. Aquí, Stanton interpreta a un antiguo miembro de la Armada norteamericana que lucho en la Guerra del Pacífico y que habita plácidamente en el árido oeste. El retrato amable, aunque un tanto pintoresco, de la rutina del personaje se verá truncado por un desmayo que despertará a Lucky (así llaman al protagonista) del sueño de la inmortalidad. A partir de entonces, el camino de la resistencia a la aceptación se verá punteado por momentos de discreta emotividad –la mirada compasiva de Stanton dirigida a unos grillos encerrados en una caja–, algún pasaje curioso –pocos cinéfilos soñaron con ver a Stanton cantando una ranchera– y simbolismos un tanto obvios: poner un reloj a la hora, una crónica de guerra que enciende la valentía de Lucky.

Carroll Lynch demuestra una gran sensatez al renunciar a todo alarde formal para garantizar el brillo de Stanton –a quien acompaña David Lynch en unas apariciones trufadas de complicidad–. La película es una lección de maximización del minimalismo actoral. De los andares quebradizamente marciales a los gestos desdeñosos que ocultan bocanadas de afecto, Stanton deviene un volcán expresivo en asordinada erupción. En la escena más memorable de la película, la alianza que forman Carroll Lynch, los guionistas (Logan Sparks y Drago Sumonja) y Stanton se atreve a poner en escena el manifiesto ateo y existencialista más contundente que ha visto el cine americano desde Restless de Gus Van Sant. Una claudicación fulgurante convertida en pura luz por la sonrisa de Stanton, un gesto que merecería figurar como Patrimonio de la Humanidad.