¿Cuál es el horizonte contemporáneo del cine de acción? ¿Hacia dónde nos lleva la parafernalia digital que reina con mano de hierro en el planeta blockbuster? La extenuante Mad Max: Fury Road ofrece al cinéfilo una buena oportunidad para identificar las posibilidades y limitaciones de un cine que camina con paso firme hacia la elefantiasis, una forma de exceso audiovisual que gente como Peter Jackson o Michael Bay (cada uno a su manera) han convertido en una fórmula ganadora. En el caso del nuevo Mad Max, lo más interesante reside en los estigmas que arrastra la película, procedentes de su pasado innoble: ese cine de culto de finales de los 70 y los 80 que tuvo que apelar a la fantasía sin la barra libre del cine pixelado. En este sentido, cabe admitir que Fury Road hace justicia a su pasado pre-digital: su primera media hora parece una versión multimillonaria de la monumental Hard to Be a God de Alexei German. Recuperando las claves estéticas –desérticas y circenses– del conjunto de la primera trilogía, Fury Road nos presenta un mundo post-apocalíptico de podredumbre moral y, sobre todo, física.

La ley de la mugre se inscribe en una procesión de erupciones cutáneas, llagas supurantes (que cubren el cuerpo del dictador Immortan Joe), grasa de automóvil (que sirve como pintura de guerra), y las protuberancias tumorales que cubren los cuerpos del ejército de kamikaze war boys. Pero la suciedad de Fury Road nunca permanece estática. Impera el movimiento constante: una compulsión motora que termina desdibujando el relato. Fury Road presenta un viaje de ida y vuelta, una odisea homeriana con antihéroes, sacrificios y una lucha permanente entre el bien y el mal; sin embargo, los perfiles de este relato de corte clásico se difuminan en un prolongado poema de acción que combina con eficacia la imaginería mecánica y la digital. Esta desintegración de la narrativa tradicional domina con claridad el cinético tour de force de media hora con el que se abre la película.

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Fury Road rinde tributo a sus orígenes apelando a una inventiva visual de historieta que no le hace ascos al kitsch: la estampa más sublime y ridícula del film es la de un guerrero metal que anima a las tropas atizando las cuerdas de una guitarra-lanzallamas rojo-sangre. Nostálgica y al mismo tiempo plenamente contemporánea, Fury Road nos invita a recordar con cariño el cine tribal de la saga original, de The Warriors (Los amos de la noche), o de ese eslabón perdido llamado Waterworld. En este sentido, hay que agradecerle a George Miller –que repite como director después de comandar la trilogía original– su vocación de claridad a la hora de coreografiar, planificar y componer las monstruosas secuencias de acción, que se mueven elásticamente entre imponentes planos generales y expresivos primeros planos, y que por desgracia abusan del tratamiento fetichista de las llamaradas (reales o digitales).

También merece un elogio la transparencia con la que Miller maneja los códigos de género. Ahí está la energía itinerante de la road movie, pero también ciertas constantes del western, encarnadas sobre todo en la presentación del universo femenino. Charlize Theron se convierte en la antiheroína (equipada con un brazo metálico) que lucha por salvaguardar la pureza de unas vestales que, como en los westerns de Ford, simbolizan una virtud incuestionable. Puede que Fury Road se deje llevar por los impulsos megalómanos del cine de acción actual. Todo debe ser más grande, más espectacular: ya no bastan los coches tuneados, se imponen los camiones y los monsters trucks. Sin embargo, más allá de las florituras, Fury Road consigue mantenerse fiel a la premisa que el propio Max (interpretado por el siempre fiero Tom Hardy) anuncia con su voz de ultratumba en el prólogo de la película: la historia de “un hombre reducido a un único instinto: la supervivencia”.