La segunda película de Leos Carax, eterno enfant terrible del cine francés, proponía una relectura de su opera prima (Chico conoce a chica) al tiempo que doblaba la apuesta en términos de exuberancia audiovisual (el romanticismo ya no podía llevarse más allá). Sobre una premisa de tintes surrealistas –un mundo paralizado por un virus que ataca a aquellos que practican sexo sin amor–, Carax ponía en movimiento a sus jóvenes locos y enamorados: Denis Lavant y Juliette Binoche con caras de ángeles, palabras de poetas y gestos sacados del cine de Jean Vigo. Mala sangre pone en escena un éxtasis formalista con pocos parangones en la historia del cine: Godard, el Wong Kar-wai más fou o el Seijun Suzuki más desatado serían algunos posibles hermanos de sangre. Una genuina muestra de cine total capaz de englobar desde el cine mudo hasta la vanguardia de su tiempo. Un aullido de libertad que alcanzaba su cenit expresivo en el sprint callejero –arrebatado, espasmódico, liberador– de un Lavant poseído por el fulgor juvenil del Modern Love de David Bowie. Manu Yáñez

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