Violeta Kovacsics (Festival de Sevilla)

Uno de los detalles que más me gusta de Zidane, un portrait du 21e siècle, aquel fascinante documento de Douglas Gordon y Philippe Parreno, son los sonidos que el actual entrenador del Real Madrid emite cuando está en el campo. Hay algo animal. Como si en vez de correr, Zidane avanzase al galope. En Bajo la piel de lobo de Samu Fuentes, Martín, el personaje que encarna Mario Casas, también hace ruidos: cuando come, cuando tala leña, cuando carga peso. En fin, cuando vive. De hecho, se trata de un cazador que vive rodeado de fauna en lo alto de un monte, alejado de la civilización. Esta vida aislada se ve trastocada cuando alguien le plantea al protagonista que, si no quiere un perro, quizá pueda conseguir una mujer.

Bajo la piel de lobo arranca con un paisaje nevado y, poco a poco, se adentra en la rutina de Martín. No será hasta pasado un rato que el protagonista dirá su primera palabra. La propuesta queda así perfectamente definida: este es un relato que, como en el caso de algunas de las películas de Don Siegel, debe construirse mediante las acciones y no sobre las palabras. Esto, sin embargo, funciona en la teoría, pero no en la práctica: Bajo la piel de lobo termina narrando dos de sus momentos más dramáticos a través del diálogo y su tragedia se diluye en un minimalismo exacerbado.

Por todo esto, sería fácil que los actores palideciesen como la nieve del paisaje en el que se encuentran. A menos que estos sean actores con una fuerte presencia. Es el caso de Mario Casas, a quien siempre se le ha dado mejor estar que hablar y que es tan capaz de reivindicarse en la comedia a las órdenes de Álex de la Iglesia como de encarnar a un hombre salvaje y ensimismado. Es el caso, también, de Ruth Díaz, que se basta con la gestualidad para encontrar el poso trágico de su personaje, amante de Martín y primera compañera de este. El plano de los dedos de Martín levantando la capa de piel que cubre a un lobo dice algo sobre el personaje, pero se trata de una acción fugaz. Los gestos de Martín terminan siendo circunstanciales, cuando deberían estar cargados de sentido.

El mismo posado lacónico de Martín definía al protagonista de Im Schatten, un thriller construido en torno a un ladrón que volvía a la acción y en el que precisamente la acción daba empaque y músculo a una película que se centraba en los gestos más que en las motivaciones psicológicas. El autor de aquel filme que emulaba las maneras de Siegel es Thomas Arslan, que hoy presenta en Sevilla Bright Nights.

El trayecto, por tierras noruegas, de un padre y un hijo que apenas tienen relación abre la veda de la exploración del paisaje y de la luz. Bright Nights se centra tanto en el drama paternofilial como en la luz. Los personajes a menudo están en sombra, mientras el cielo aparece casi quemado; y el padre afirma, por ejemplo, que no puede dormir porque, en Norguega, en verano, apenas oscurece.

Arslan pretende retratar el estado de ánimo de los personajes a partir del lugar, sin embargo, a diferencia de aquel cine nórdico de los años diez que amplificaba las emociones mediante el paisaje, en Bright Nights todo parece palidecer de la mano de un minimalismo que deja la película sin alma. El intento de Arslan de buscar imágenes que puedan explorar la abstracción, como el plano desde el interior del coche en que fuera apenas vemos una niebla que nos engulle, queda en eso, en un intento por parte de un cineasta loable de romper la monotonía de las imágenes.