Pese a que Mi amigo el gigante podría parecer una de esas películas evasivas y algo intrascendentes que Steven Spielberg dirige de tanto en cuando –Jurassic Park, su Tintin animado, el quinto Indiana Jones–, esta adaptación de El gran gigante bonachón de Roald Dahl contiene una suculenta reflexión sobre el arte del propio Spielberg. No resulta difícil imaginar al director de E.T. El extraterrestre identificándose con el gigante que protagoniza esta pequeña y encantadora película sobre el valor de la amistad y la imaginación. En su guarida, perdida en una isla en el océano Atlántico, el gigante del título esconde una auténtica fábrica de sueños: una laboratorio colorista en el que se confeccionan, mediante misteriosas fórmulas alquímicas, los relatos fantásticos que avivan la imaginación de aquellos a los que visita el gigante en la noche londinense. El hermanamiento entre las figuras del gigante y Spielberg es tan transparente y poderoso que seguramente emocionará a aquellos que, como este crítico, crecieron a la sombra del talento fabulador del director de Tiburón o Encuentros en la tercera fase. En cierto sentido, Mi amigo el gigante sería para Spielberg lo que La invención de Hugo fue para Scorsese –una celebración de la creación fílmica–, aunque en el caso de Spielberg cuenta más la fantasía intemporal que la nostalgia cinéfila.

Además de evocar la cara más ensoñadora del universo de Spielberg, el laboratorio de los sueños del gigante figura como el mayor hallazgo visual del film, allí donde el director de Minority Report y A.I. Inteligencia Artificial pone en juego uno de sus mayores talentos: el retrato de la tecnología como un universo al mismo tiempo avanzado y retro. La fábrica de sueños del gigante está llena de botellas que contienen fulgurantes destellos coloristas: una pequeña muestra del prodigioso uso que hace la película de la tecnología digital (los criaturas fantásticas del film son fruto de un proceso de captura de movimiento, una tecnología que el propio Spielberg llevó a su madurez en Las aventuras de Tintín: el secreto del Unicornio). Sin embargo, el laboratorio del gigante es también un amasijo de tuercas, rodamientos y engranajes. Un definitivo viaje al pasado: en un momento del film, el gigante afirma que su edad es la misma que la del planeta Tierra. Así, para Spielberg, la tecnología es tanto una puerta abierta a la fantasía como una fuente de nostalgia lúdica: la invocación de un paraíso artesanal e infantil que podemos conectar con el sustrato peterpanesco de su cine (las ventanas y balcones de Mi amigo el gigante se abren a la fantasía igual que en Hook).

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Mi amigo el gigante arrastra marcas poco honorables del cine infantil made in Hollywood: una protagonista que, a ratos, parece una adulta atrapada en el cuerpo de una niña, y también un cierto exceso de sentimentalismo –compensado por la fuerza irreverente de unos felices gags de pedos–. La película pierde algo de fuelle cuando se aleja de la interacción entre Sophie y el gigante (a quien pone voz y facciones Mark Rylance, el agente ruso de El puente de los espías), y hay que reconocer que las criaturas digitales del film no pueden competir con el encanto corpóreo, táctil, de E.T. o el David de A.I. –en la memoria de este crítico, el César de la nueva saga de El planeta de los simios continúa en lo más alto del panteón de criaturas animadas por captura de movimiento–. Pese a estas carencias, y observada en su conjunto, Mi amigo el gigante funciona como el afortunado encuentro entre dos colosos del relato infantil: Roald Dahl y un Spielberg con ganas de reivindicar la cara más soñadora e ilusionista de su cine.