Resulta imposible abordar una película como Mi vida con Amanda sin dar cuenta de la brecha que abre su relato en dos, una escisión que el cineasta francés Mikhaël Hers adelanta de forma delicada pero resonante al interrumpir la música que armoniza un paseo en bicicleta del protagonista del film por las calles de París. Un repentino estallido de horror terrorista trunca así la vida de una niña de siete años, la Amanda del título (Isaure Multrier), y la de su joven tío, David (Vincent Lacoste), que deberán rehacer su existencia sobre el vacío dejado por el ser más querido por ambos. Hasta este punto de ruptura, Mi vida con Amanda se presentaba como una elegante disección de corte costumbrista y naturalista de la cotidianidad de sus personajes. De hecho, a lo largo de todo el film, el acercamiento al día a día de la gran urbe francesa aparece tocado por una inevitable aura romántica, activada por la filmación en formato de 16mm y localizada en torno a la memoria de la Nouvelle Vague. Los travellings incesantes por las avenidas y callejuelas de París remiten a los universos de Truffaut, Godard y Rohmer, aunque el frenesí cool de andares apresurados y carreras en bicicleta parecen apuntar a ese cine en fuga que han popularizado Olivier Assayas y Mia Hansen-Løve. Los referentes pueden llegar a resultar excesivamente reconocibles; sin embargo, Mi vida con Amanda afianza su singularidad en el desafío permanente a las expectativas del espectador. Manu Yáñez

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