Víctor Esquirol (Festival de Sevilla)

En Sevilla, por si a alguien le interesa, ha estado lloviendo durante las últimas veinticuatro horas. Sin excesiva intensidad, pero de forma ininterrumpida. Peligrosa combinación de condiciones meteorológicas que ha hecho mella no sólo en el ánimo de algunos periodistas, sino también (y esto ya es importante) en las infraestructuras de las que pende nuestro bienestar. Resulta que el multicine en el que se celebran casi todas las proyecciones del Festival de Cine Europeo está situado en el último piso de un centro comercial. En una cima que parece el techo del mundo cuando fallan los ascensores y las escaleras mecánicas. Éste era el panorama, a primerísima hora de la mañana. Y ahí iba la comitiva cinéfila, enfrentándose a los elementos y a las leyes de la física. Unos valientes. Privilegiados, sin duda, pero valientes, también.

La nómina de problemas del primerísimo mundo engordó con la aparición de una de las directoras más esperadas este año en Sevilla. Mia Hansen-Løve nos descubrió, dos años después de su último trabajo, que en su “avenir” estaba Maya. Una fuga; una huida hacia no se sabe (aún) dónde, exactamente. Una película que algunos no han tardado en apuntar su más que posible estatus de “bisagra”, es decir, de transición hacia lo que puede ser una nueva etapa en la carrera de la realizadora parisina. A la espera del siguiente título, que confirmará o desmentirá dicha sospecha, queda ese viaje propuesto aquí, irregular en la concreción de los diversos frentes explorados (véase un romance aparentemente central, y desde luego indigno de la autora de, por ejemplo, Un amour de jeunesse), pero sin duda interesante en la consolidación del arte de una cineasta que incluso en los momentos en que parece más distante, consigue impregnar sus propuestas de una calidez y de una melancolía a ratos emocionantes.

Tras un largo cautiverio en Siria a manos de un grupo terrorista, un periodista francés (Roman Kolinka) vuelve al hogar. Es el año 2012. Ayer, vaya, pero parece que fuera hace siglos. Alimenta esta sensación la filmación y puesta en escena añejas de Hansen-Løve. El tratamiento de la imagen, así como las actuaciones en ciertos momentos, hacen que los años parezcan décadas. No parece mera filia vintage, sino más bien cristalización cinematográfica del paso acelerado con el que avanzan los tiempos que nos ha tocado vivir. Como era de esperar, el ritmo narrativo invita muy naturalmente a la calma… aun así, algunos diálogos se resuelven a velocidad altamente antinatural, mientras el encadenado de sucesos parece amoldarse a dicho tempo.

Hay conflicto en ese oasis calmo. Se perciben en él los latidos de unas tensiones que escapan al control del individuo; cuya dirección no depende exclusivamente de él. Aunque para imprevistos, el de los avatares geopolíticos inmiscuyéndose en una película de Mia Hansen-Løve. La combinación se resuelve, esto sí, como dicta la lógica interna. A los pocos días de volver, el periodista decide tomar la baja laboral de forma indefinida. Sin mediar muchos avisos previos, hace las maletas y se dirige a la India, donde pasó buena parte de su infancia. El viaje como promesa no de resolución del pasado, sino de refugio en él. Una vez instalado en Goa, Kolinka se refiere a la despreocupación como elemento primordial de aquella época a la que desea regresar.

Y así transcurre buena parte de la aventura. Entre fiestas, excursiones y enamoramientos. Entre esos placeres que dan color (no necesariamente sentido) a la vida. Una de las muchas escapadas sobre las que se construye la historia principal es resuelta con un montaje semimusical (por playlist, no por banda sonora original, como manda el manual Hansen-Løve) de postales y mapas turísticos superpuestos. La mezcla de estímulos huele mucho a fragancia artificial, pero no por ello poco evocadora. A lo mejor sea éste el efecto buscado por la directora. Esto es, reproducir en una sala de cine esa promesa de evasión que sólo pueden proporcionar las imágenes distantes… y al mismo tiempo familiares.

Un hombre se comunica con otro a través de una retransmisión en directo vía teléfono móvil, y se aferra al aparato como si le fuera la vida en ello. Lo que le descubre la pantalla no es al otro, sino seguramente la perspectiva de la enésima aventura diseñada (o imaginada) para aliviar su malestar. Los problemas que nos asolan son de tal de magnitud que nada podemos hacer para resolverlos, de modo que nos recluimos en esa casa (o edad) en la que parecía que nada podía hacernos daño. Con esta actitud, el hombre del smartphone se entretiene con unos delfines cuando su amada le pregunta sobre la posible naturaleza cruel de Dios, y entrena sus habilidades con una peonza para no tener que ver la ruina existencial en la que se ha convertido su día a día. Dicho así puede sonar absurdo, pero no lo parece tanto cuando volvemos a aquellas escaleras mecánicas averiadas de Sevilla… mucho menos cuando Mia Hansen-Løve pone música a la escena. En efecto, los privilegiados también tienen derecho a sentirse torturados. Buena cuenta de ello da Maya, pequeña joya “BoBo” en la que las pulsiones bohemias y burguesas confirman lo agradable (y efímero) de lo insustancial. El tiempo pasa volando, porque así no duele.

El problema es que cuando se detiene el reloj, descubrimos que las manecillas se han pasado de frenada. Las entradas en la Sección Oficial de hoy se cerraron con la de Valeria Bruni Tedeschi. Esa actriz, guionista, hermanísima, directora… ese concepto. Paolo Virzì, por cierto (y cuidado), ya dejó intuir en Locas de alegría el potencial del ego renqueante de la diva. A lo largo de casi dos horas, el hombre buceó por el lodazal de unas inseguridades mal recicladas en falsas virtudes, en lo que debió ser definido como un grito de socorro tan desafinado como gracioso.

Pues bien, todos estos efectos se potencian en manos de la propia protagonista. Después de Un castillo en Italia toca detenerse en La casa de verano, localizada ésta en la Côte d’Azur, bien sûr. Y como con Virzì, la consideración de drama o comedia dependería del momento en que se produjese el corte en la sala de montaje. El tiempo, que no perdona, y que juzga. Valeria Bruni Tedeschi sigue mirándose al espejo, y también al ombligo, y se horripila, y con esto, prende la mecha de la risa anticompasiva. El deje autobiográfico que ha impregnado casi toda su obra detrás de las cámaras se revitaliza a las primeras de cambio, en una delirante pirueta metafílmica que nos presenta a Frederick Wiseman como destacado miembro de un jurado que falla sobre la financiación de la próxima película de la propia Bruni Tedeschi.

Ahí esta la mujer, pidiendo limosna con sus vestiduras de no-tan-rica, y así mismo se retira a su villa: pobre de espíritu; miserable en el amor. Poco antes de reunirse con sus seres amados, su novio rompe la relación romántica que les unía, y ella, claro está, se queda rota. Y con el permiso de Poe, puestos a frivolizar, así empezó la (alegre) caída de la Casa Bruni Tedeschi. En una mansión antaño esplendorosa, en la que vaga el espíritu de un hermano resucitado de mala manera. Ahí mismo, en ese manicomio, se concentra la acción de una tragicomedia con voluntad (bastante bien resuelta) de trascender lo anecdótico.

Desde lo más alto de una torre de marfil al borde del colapso (aunque no tan altos como en el cineplex Nervión) vimos como la “Gauche divine” se embrutecía, y superaba la vejez para aterrizar torpemente en la más irremediable decrepitud. Valeria Bruni Tedeschi, más (maravillosamente) irritante que nunca, da su caso por perdido y pierde el miedo definitivamente a la vergüenza propia… y a despertar la ajena. Su “casa de verano”, asediada por amenazas inofensivas, se derrumba desde dentro, y lo hace por el fracaso de sus habitantes (supuestos integrantes de las élites intelectuales, artísticas y gobernantes del país) a la hora enfrentarse de manera digna a sus respectivos fantasmas. En un más que probable reconocimiento a las tesis feístas de Bruno Dumont, la pantalla vuelve a unir a Valeria Bruni Tedeschi y a ese otro concepto llamado Brandon Lavieville (protagonista de Ma Loute, en nuestro territorio, La alta sociedad) para ilustrar, una vez más, la cohesión imposible en una sociedad de individuos psíquica y emocionalmente tullidos, y donde los de arriba no quieren mirar a los de abajo. Se envilece la cultura y el viejo continente capitula, por pura ineptitud para captar una juventud que solo puede venir de fuera… y que ahí mismo se queda.

En este drama de los mundos encontrados pero no mezclados, surge precisamente el nuevo largometraje de Xavier Artigas y Xapo Ortega. Después del revelador boom de Ciutat morta, y de acabar de definir el tono con Tarajal: Desmontando la impunidad de en la frontera sur, llega Idrissa, crónica de una muerte cualquiera, película en la que la dupla de documentalistas sigue lanzando preguntas incómodas sobre el valor de la vida humana en tiempos de garantías democráticas precarias.

El caso de un joven inmigrante de Guinea muerto en 2012 en un Centro de Internamiento de Extranjeros en Barcelona sirve también para reflexionar, una vez más, sobre todas las implicaciones del monopolio de la violencia como elemento definitorio sine qua non del Estado. A lo mejor por esto mismo la investigación (centrada en el paradero del cuerpo del inmigrante) encuentra tantas trabas. Si con dedicación y rigor periodístico se destaparon las vergüenzas de la ciudad condal, parece que con esto no basta para torpedear la línea de flotación de la administración a nivel estatal.

Y es que en Idrissa reina la frustración, que se ceba con una narración que en demasiadas ocasiones se ve incapaz de orientarse en el laberinto de opacidades y turbiedades en el que se oculta el poder. Pero irónicamente es en esta impotencia donde Artigas y Ortega encuentran la auténtica fuerza del film. No en vano, la película está construida principalmente a partir de caras; de primeros planos de gente común, incapaz de comunicarse con quien desea: ese ser añorado; esa administración omnipresente pero invisible, que calla, esconde y se esconde cuando la necesidad humana llama a su puerta. Llegados a este punto, las personas se convierten en poco más que manchas de Google Earth. En otro dato que, al menos, debería servir para reflejar las miserias de un sistema que sobrevive a través de los mecanismos de dominación más crueles.

Un hombre africano intentó entrar en Europa, pero no pudo porque un gobierno se lo impidió. Una vez muerto, el propio gobierno hizo todo lo posible para que el inmigrante no pudiera regresar a su casa. Una paradoja macabra, indecente, intolerable. Un último foco de indignación que estos cineastas indignados revierten en un último y esperanzador estallido de luz. En este sentido, la recta final de Idrissa es una lección de llamamiento a la conciencia de los movimientos populares, para que éstos encuentren por sí mismos la dignidad y el respeto que se les ha negado desde las más altas instancias. Xavier Artigas y Xapo Ortega, desde abajo, mirando hacia arriba, y con el puño alzado.