No supone ninguna revelación apuntar que la honestidad no es un valor en alza en la fría lógica del sistema en que vivimos. Un mantra perverso que se ha ido inoculando en la opinión pública es que todo el mundo, de algún modo u otro, termina poniendo un precio a su moralidad. Estamos acostumbrados a un goteo constante de mandatarios que justifican ante la prensa sus imputaciones con argumentos que rayan la conspiranoia. Y cuando les llega la hora de sentarse en los banquillos, son habituales los lapsus retentivos. Entre todas estas sofisterías, se ha ido trasladando la idea de que las perversiones de los poderosos no son sino una extensión de los vicios que comparte el conjunto de la ciudadanía, es decir, que todo el mundo se aprovecha del resto cuando le surge la oportunidad. De todo esto hablan los búlgaros Kristina Grozeva y Petar Valchanov en su segunda película, Un minuto de gloria (Slava), una sátira de colmillo afilado cuyos alivios cómicos están teñidos de una amargura que a más de uno ha dejado con la sonrisa congelada.

Un minuto de gloria arranca con el encuentro de un tesoro y el dilema de tener que devolverlo a sus dueños. Tzanko Petrov, un humilde ferroviario de la Bulgaria rural, que para más inri lleva un par de meses de retraso en su paga, opta por alertar a sus superiores cuando en su ronda matutina se encuentra una bolsa con un millón de levs, lo que al cambio sería aproximadamente medio millón de euros. Tzanko, con problemas para comunicarse debido a una severa tartamudez, lleva una vida estoica y austera, donde los conejos que cría con esmero son el único vínculo afectivo que le queda. En esta elegía de los valores de la clase obrera, Tzanko es un ejemplo de compromiso y dignidad, mientras que los villanos están representados por los poderosos, aquellos que han escalado hasta lo más alto de un mundo gobernado por el cinismo y la ambición. En contrapunto al silente protagonista está la expansiva y confiada Julia Staykova, una aviesa relaciones públicas que trabaja para el ministerio de transportes. Julia ve en la historia de Tzanko la oportunidad de crear una cortina de humo que aleje las acusaciones de corrupción que pesan sobre el ministro para el que trabaja. Por el camino se pierde un reloj, el Slava de Tzanko que da título a la película en su versión original. Y a partir de ahí los destinos de ambos personajes quedarán ligados en una espiral de destrucción mutua.

El tándem formado por Grozeva y Valchanov dirige con pulso firme una obra de denuncia donde no ha lugar a la redención de sus protagonistas. En la Bulgaria fílmica –tan lejos, tan cerca–, las cloacas del poder no pueden limpiarse con la nobleza de un héroe, sino que su caudal arrastra a todos aquellos que lo cruzan. Las interpretaciones principales de Margita Goshen y Stefan Denolyubov merecen ser señaladas como uno de los triunfos de la película. El caso de este último es paradigmático, ya que, pese a que su rostro aparece refugiado tras una espesa y descuidada barba canosa, que no hace sino acentuar el aislamiento del personaje, conseguimos conectar y comprender sus desvelos a través de su mirada, siempre serena, orgullosa y, ante todo, elocuente. Por su parte, los directores optan por un uso templado y pulcro de la cámara en mano, que no resulta en absoluto invasivo, mientras el montaje clásico permite encadenar unos quirúrgicos y narrativos planos generales con otros más cerrados e íntimos, que sirven para que la historia se detenga a examinar los rostros de los protagonistas y transmitirnos sus tribulaciones vitales.

Un minuto de gloria no es una obra revolucionaria ni en su forma ni en su contenido, pero sí encaja en ese cine social europeo que pone su atención en personajes quijotescos –en el mejor sentido de la palabra– cuando estos se enfrentan a una realidad aciaga que los supera. La vida ermitaña de Tzanko choca frontalmente contra el ruido de una maraña burocrática no muy distinta a la que combatía el Daniel Blake de Ken Loach. La diferencia reside en que aquí el protagonista carece de las pequeñas alianzas que conseguía establecer el carpintero inglés con otros trabajadores. No hay un grupo de compañeros a cuya conciencia apelar, como lo hacía Marion Cotillard en Dos días, una noche de los hermanos Dardenne, sino que el resto de obreros aparecen como un engranaje más de las felonías del sistema, y en tanto a ello, antes que una posible solución, suponen otro escollo en la causa del protagonista. La denuncia de Un minuto de gloria no es sutil ni lo pretende, sino que está señalada con un dedo que apunta en todas direcciones. Es, por tanto, una ficción algo sombría y misántropa, que no se prodiga en concesiones que alivien la tragedia del mártir. La única válvula de escape a la gravedad de lo narrado es su cruda comicidad, que sirve para rebajar la progresiva tensión de la historia. No es este un cine particularmente novedoso, pero sí oportuno a la hora de recordarnos la cara oculta de nuestros delirios neoliberales.