Como si se tratara de un pequeño drama familiar de Yasujirō Ozu o Hirokazu Kore-eda, Mirai de Mamoru Hosoda encuentra en el escenario doméstico las claves micro y macroscópicas de la vida de un clan y de toda una nación, dominada por las tensiones entre tradición y modernidad. Hosoda aborda esta cuestión desde un controlado y luminoso intimismo, prefiriendo los planos frontales y laterales a las vistas oblicuas. Una voluntad de orden que, en todo caso, se va al traste cuando Kun, el niño protagonista, tomas las riendas del relato y la fantasía entra en juego. Los dramas paterno-filiales suelen estar contados desde la perspectiva de personajes adultos, casi siempre más cercanos a la sensibilidad de los directores. Sin embargo, Hosoda se atreve (como hiciera Hayao Miyazaki en Mi vecino Totoro o Ponyo en el acantilado) a tomar como perspectiva central la mirada de un niño desconcertado por el comportamiento de sus padres. Será a través de esta mirada que, como en un relato dickensiano, el espectador se adentrará en un viaje por diferentes tiempos y lugares que tiene como pista de despegue el patio interior de la casa familiar. Así, combinando las líneas rectas de la casa familiar y del árbol genealógico de Kun con la deliciosa redondez del protagonista, Mirai deviene un emocionante (y nada sentimentalista) elogio de las pequeñas batallas cotidianas que dan forma a ese lugar de aprendizaje que llamamos familia. Manu Yáñez

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