¿Y si Noah Baumbach se hubiese equivocado de disciplina artística? El acercamiento a sus personajes –títeres de un pequeño teatro de la miseria humana– y la estructura de sus películas –marcadas por funestos golpes del destino– remite más a los mecanismos de la literatura que a operaciones esencialmente cinematográficas. Su nueva película, Mistress America, está protagonizada por Brooke (Greta Gerwig), una treintañera encantadora y snob que cabalga a lomos de un sueño pequeñoburgués (“aquello que los políticos llaman la pequeña empresa”) mientras sostiene con apuros una fachada de sofisticación neoyorquina: trabaja dando clases particulares a niños y como profesora de spinning en un gimnasio. Un personaje que no desentonaría en uno de los réquiems a la gloria hipócrita de las novelas de Jonathan Franzen, a quien Baumbach intentó llevar a la pequeña pantalla en una adaptación de Las correcciones que no llegó a prosperar. En el otro vértice de Mistress America encontramos a Tracy (Lola Kirk), una joven de 18 años, aspirante a novelista, que cae rendida ante el embrujo superficial de Brooke. A punto de convertirse en hermanas gracias al matrimonio de sus progenitores, Tracy y Brooke reeditan, en clave contemporánea y humorística, el vínculo de admiración y turbia dependencia que unía a Nick Carraway y Jay Gatsby en El gran Gatsby, como bien advertía Alex Ross Perry en Film Comment. Atrapado de un mundo de películas opacas –solo el romántico blanco y negro de Frances Ha le alejó del naturalismo ocre–, uno intuye que Noah Baumbach podría haber sido un autor de “grandes novelas americanas” en lugar de director de correctas películas indie.

La coartada cinematográfica de Mistress America reposa en su transparente homenaje a la comedia screwball, una de las joyas de la corona del clasicismo de Hollywood, que luego, empujado por la nostalgia, Peter Bogdanovich actualizó en los años 70. Comedias histéricas y verborreicas, casi siempre urbanas, que navegaban sobre tormentas de confusión y que se alimentaban del choque permanente y delirante entre sus personajes. Mistress America desarrolla su particular teoría del caos a partir de la química entre Brooke y Tracy, que se ve afianzada por los problemas que tiene la primera para llevar a buen puerto su gran proyecto: la apertura de un restaurant en Williamsburg, el barrio más hipster de Brooklyn. Sobre este esquema narrativo, Baumbach compone otra de sus sonatas cargadas de desilusión, amargura y pinceladas de encanto. En su universo, el deslumbramiento existe para dar lugar al desencanto y la agresión es siempre el destino de las relaciones humanas. En este sentido, hay pocos nexos reales entre Mistress America y la screwball comedy, cuya guerra de sexos siempre devenía en una singular y mágica comunión afectiva. Howard Hawks, uno de los maestros de la comedia supersónica, director de La fiera de mi niña o Me siento rejuvenecer, se jactaba de que el interés de sus películas nunca residía en los diálogos, sino en los contrasentidos que se establecían entre dichos diálogos y las acciones de los personajes. El cine de Baumbach está a años luz de esa sofisticación, aunque los montajes acelerados que ensaya en su nueva película demuestran cierto espíritu de riesgo. A la postre, los puntos álgidos de Mistress America son aquellos en los que los personajes se confiesan a través de sentencias lapidarias: “Creo que no tengo consciencia”, o “Con el paso de los años, todo se convierte en un ‘quiero, quiero, quiero’”. Woody Allen o Ingmar Bergman podrían haber escrito esos diálogos, pero los habrían embriagado de un sentir personal: neurótico o existencialista, respectivamente. En Baumbach, lucen como una simple muestra de ingenio, un ejercicio de exhibicionismo gris y artificioso.

Film Review-Mistress America

En el corazón de este universo deslucido, Greta Gerwig surge como un resplandor extravagante. Su aparición, bajando la turística escalinata de Times Square como un cruce entre la Annie Hall de Diane Keaton, Rosa Maria Sardà y la Anita Ekberg de La dolce vita, conforma la cumbre de esta película que, gracias al empuje alocado de la Gerwig, nos transporta puntualmente al universo de utopías absurdas de la fascinante y fallida Damsels in Distress de Whit Stillman. La protagonista de Frances Ha lleva incrustada en su gestualidad –cada día menos lánguida y más frenética– unos melancólicos aires de soñadora. Si no fuera tan escurridiza (parece imposible que se quede quieta), podría convertirse en una criatura de Wes Anderson. De hecho, si en lugar de escribir guiones con Baumbach, Gerwig lo hiciese con Anderson, quizás sus encarnaciones hallarían el camino a la grandeza. Aprisionada en el fuego cruzado del cine de Baumbach –no hay cosa que deleite más al director de Mientras seamos jóvenes que mostrar a sus personajes intercambiando juicios mezquinos–, la Gerwig se resigna a brillar a media intensidad, lejos del fulgor desatado que se intuye en su fascinante excentricidad.