Abrazando, hasta las últimas consecuencias, un principio de incertidumbre, Mudar la piel deviene un film esquivo como pocos. Y ahí radica su mayor virtud: ¿cómo explorar sino la personalidad de un espía –Roberto Flórez, antiguo miembro del CESID, condenado por traición– experto en encubrir su identidad? Y, en este mismo sentido, ¿qué mejor manera de cuestionar la crónica oficial del conflicto vasco –siempre proclive a la polarización– que aceptando un cierto grado de ambigüedad? En la película de Ana Schulz y Cristóbal Fernández, la necesidad de trascender una verdad inmóvil emerge por todas partes: en unas imágenes que tienden a la opacidad y, sobre todo, en el retrato íntimo de Juan Gutiérrez (padre de Schulz, la directora), un mediador en el conflicto vasco que medita sobre su amistad con el espía, esquivando cualquier reparto de culpas. Así, entre el documental familiar, el thriller de espías y el ensayo sobre lo inasible de la identidad humana, Mudar la piel propone un sugerente cuestionamiento de las certezas históricas y las formas fílmicas. Manu Yáñez

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