Tras su buena acogida en el pasado festival de Sundance, Netflix compró los derechos de distribución de Mudbound, adaptación de la novela homónima de Hillary Jordan que ha dirigido la cineasta de Nashville Dee Rees. No parece demasiado aventurado pensar que lo hizo con la vista puesta en la temporada de premios, pues estamos ante la clase de película que puede triunfar en plazas como el Dolby Theatre de Los Angeles. Si la plataforma ya lo intentó en su momento con Beast of No Nation (Cary Joji Fukunaga, 2015), ahora vuelve a llamar a las puertas de la Academia de Hollywood –que entonces hizo oídos sordos– con un otro drama de tiralíneas sobre las miserias de la guerra, el racismo y la pobreza.

Mudbound se presenta como un melodrama con regusto a Steinbeck y Faulkner sobre las tensiones raciales en el delta del Mississipi. En lo más hondo de la América profunda, unos años antes de que Rosa Parks se negase a cederle su asiento a un blanco, asistimos al devenir de dos familias durante el transcurso de la II Guerra Mundial. La narración de las inquietudes íntimas de los McAllan y los Jackson conduce la cinta, optando esta por focalizar la atención en unos u otros según avanza la trama. Los primeros son viejos propietarios esclavistas venidos a menos, cuya explotación agrícola se ha convertido en un barrizal anegado y poco rentable. La ciénaga que los rodea funciona como indisimulada metáfora de la miseria moral del sur decadente que ellos representan. Por el contrario, los Jackson, hijos y nietos de aquellos esclavos, ven como su suerte no ha mejorado demasiado en su nueva condición de arrendadores. A pesar de ya no pertenecerles, todavía rinden cuentas y tributo a los descendientes de sus antiguos amos, habiendo de soportar las constantes penurias y vejaciones que les reporta su condición de negros pobres. Lo van soportando con esfuerzo y resignación, mientras mantienen la fe en ahorrar lo suficiente para llegar a ser verdaderamente dueños de sí mismos.

El evidente posicionamiento moral de la película lastra el interés en hacernos partícipes de las vicisitudes interiores de unos y otros. Mientras en la familia negra todos sus miembros se quieren y están dispuestos a sacrificarse los unos por los otros; en la blanca, solo los más progresistas –Laura (una lánguida Carey Mulligan), atrapada en un matrimonio sin amor, y su cuñado Jamie (Garrett Helmund), alcoholizado por el trauma de sobrevivir a sus compañeros en la guerra– se hacen merecedores de la empatía del espectador. Intérpretes como Jason Clarke o Jonathan Banks ven deslucido su potencial actoral al ser limitados a dos personajes primarios, los de unos tipos duros, racistas y demasiado pagados de sí mismos. El ataque japonés a Pearl Harbor implicará que un miembro de cada una de las familias, Jamie y Ronsel (Jason Mitchell), sean enviados al frente, entablando una amistad etílica a través de las vivencias compartidas. Las fricciones entre esas dos Américas van sembrando distintos los momentos de conflicto en el film, donde la tensión escala hasta estallar en un angustiante clímax, pero cuyo edulcorado epílogo nos devuelve a esa sensación de que esta historia la hemos visto más veces.

La producción de la cinta está cimentada en una factura correcta y pulcra, pero que no consigue ir más allá de ser un mecanismo eficiente que en todo momento busca el camino más corto hacia la emoción. El precio a pagar por su falta de carisma es que nos queda una obra agradable, pero carente de personalidad propia y marcada por su exceso de academicismo. Recordemos como las características más interesantes del otrora videoartista Steve McQueen –que venía de marcarse las punzantes Hunger y Shame– se veían alienadas casi por completo en 12 años de esclavitud a cambio de la estatuilla dorada. Son estas películas muy del gusto de Hollywood, dado que no trasladan la cuestión racial más allá de presentarla como una aberración del pasado, lavando la conciencia del espectador en lugar de removerla verdaderamente.

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