Víctor Esquirol (Festival de Las Palmas)

La primera vez que piso las Islas Canarias lo hago por motivos de trabajo. Toda la información con la que llego a Las Palmas tiene que ver con la cobertura que se me ha encomendado de la 18ª edición del Festival Internacional de Cine que se celebra en esta ciudad. Estudié a fondo el programa, hice el tradicional puzle previo con mis horarios y refresqué, a última hora, la filmografía de algunos de los autores que van a presentar trabajo aquí. Más allá de esto, reina la falta de información con respecto a este lugar, que si no llega a absoluta es por la famosa coletilla radiofónica: “Una menos en Canarias”. Cuando aterriza el avión, retraso el reloj, por aquello de no desentonar, y me doy cuenta de lo más obvio: con este acto, he vuelto sesenta minutos atrás en el tiempo. Viaje ofrecido no sólo por el tránsito entre husos horarios, sino también (estoy a punto de comprobarlo) por las películas que voy a visionar. Mi presente es pasado, y viceversa. Delirio (lo admito) que no adquiere verdadero sentido hasta que me meto en una sala de cine. Se apagan las luces, se enciende el proyector y veo cómo se activa un interruptor. Hemos pasado del modo “Hablar” al “Escuchar”.

Así empieza The Green Fog, nuevo trabajo del Guy Maddin, quien extiende el pacto colaborativo con Evan y Galen Johnson durante, precisamente, una hora. Breve pero intenso metraje en el que el color de la esperanza se convierte en el de la cinefilia. Al final del recorrido, desfilan por la pantalla unos títulos de crédito atípicos. Como lo eran, por cierto, los que marcaban el inicio de The Forbidden Room, el anterior trabajo del cineasta canadiense. En ellos, cada nombre implicado en el proyecto venía presentado por una tipología de letra y por unos sonidos únicos, como ya hizo Gaspar Noé en la introducción de Enter the Void. En el caso de Maddin, eso sí, había mucha más (auto)conciencia cinematográfica.

Si en su anterior film Maddin homenajeaba una serie de películas (el cine primigenio de aventuras) a través de una sola (The Forbidden Room). Ahora, con ‘The Green Fog’, se repite la jugada, pero al revés: se conjuran muchos trabajos para reverenciar a uno solo. Al final, no vemos los nombres ni del equipo técnico ni del artístico. Vemos títulos de otras cintas: Star Trek IV. Misión: salvar la Tierra, Bullitt, Godzilla (2014), Harry el sucio, La roca, Panorama para matar, The Game y muchas más. Se nos presentan todas ellas como si hubieran sido los actores/actrices de esta función. Y en efecto, así ha sido.

Volvemos al interruptor del principio, el que nos pide que callemos y que escuchemos. La orden, descubrimos, no sólo se dirigía al patio de butacas, sino también a lo que está a punto de pasar en la pantalla. Ahí se suceden escenas de películas más o menos reconocibles. El factor de convergencia entre ellas es el escenario. Un lugar compartido; una ciudad que en realidad es un concepto. Un elemento imprescindible en el imaginario colectivo por obra y gracia del séptimo arte. Puede que nunca hayamos estado (físicamente) ahí, pero creemos conocerlo. Estamos en la costa oeste de los Estados Unidos, en San Franciso, ciudad mítica en parte gracias a los mitos cinematográficos que ha hospedado.

Recuperamos la lista de títulos, y nos perdemos en ella. Los personajes que entran y salen de escena se intentan comunicar, pero cada vez que abren la boca, un corte brusco en la sala de montaje les silencia. A nosotros nos lleva al final de su discurso. Un salto temporal (otro) minúsculo pero imposible de ignorar por la potencia cómica (cosas de las interrupciones dialécticas) y por las implicaciones artísticas. Maddin en su salsa: la máquina del tiempo vuelve a echar humo. Su amado silente (ahora impuesto de manera gamberra) se impone hasta en propuestas como La conversación, donde el habla jugaba un rol fundamental. El resultado de tamaña amalgama referencial va mucho más allá de la mera celebración posmoderna. The Green Fog empieza a articular una personalidad propia en las primeras palabras (de fondo) que logramos escuchar. Habla Henri-Frédéric Amiel y nos invita a hacerle un hueco al misterio en nuestro corazón. A abrazarlo para así comprenderlo. De repente, una niebla verde invade el cuadro. Es algo que vemos pero que no podemos tocar; un fenómeno meteorológico que ahora también es fílmico, y que al contrario de lo que nos dice la lógica con la que entramos en la sala, nos ayuda a ver más claro.

A partir de ahí, vemos películas (pruebas del mismo crimen) persiguiendo a otras películas. Por las empinadas calles de la urbe californiana, por los tejados de sus edificios, por los pilares del Golden Gate. Se espían unas a otras. Se estudian; se acosan. Y se capturan. Una pantalla nos muestra otra pantalla en la que se muestra otro film. Endiablado juego de matrioshkas que se mueve por patrones que conectan con un rincón de nuestra memoria. De repente, un hombre cae. Una y otra vez. Y se recupera. Y se fija en una mujer. Y se obsesiona con ella. Y se le acerca. Y hace todo lo posible por cambiarla. Para moldearla a imagen y semejanza de sus fantasmas. Y lo hace. Y surge el conflicto. Y se inician, de nuevo, las persecuciones. Y alguien vuelve caer.

Fin. Silencio. El interruptor vuelve a activarse. Del “Listen” volvemos al “Talk”. Ahora sí, y por fin, podemos salir de la catatonia; hablar y coincidir en que acabamos de ver el más genial de los remakes de una película de Alfred Hitchcock. Gus Van Sant lo probó con el calco de cada fotograma de Psicosis; ahora, Maddin y los Johnson han rehecho Vertigo a partir de la vertiginosa invocación de otras piezas. Obras que, antes de The Green Fog, eran independientes y que ahora nos resultan inseparables. El disfraz como transformación; la transformación como desnaturalización… pero a la vez, como eco aún perceptible de la esencia original. El pelo rubio de Kim Novak nos lleva a la peluca de Donald Trump, en aquel bosque de secuoyas suena ahora el This I Promise You de NSYNC y Chuck Norris, siempre por encima del bien y del mal, se confirma como anomalía inmune a los caprichos de los dioses. La película de Hitchcock muta en manos de Maddin, pero no cae en lo irreconocible. La mirada, lo sabía James Stewart, transforma, pero también recuerda. En el pasado, la película se titulaba Vértigo (De entre los muertos); en el presente, el fenómeno se conoce como The Green Fog.

El reloj no mentía: el antes y el ahora se han fundido en la misma niebla. Ésta nos lleva a un programa doble en el marco de la excelente selección de películas que este certamen ha juntado para celebrar una efeméride sobre la que todavía no nos ponemos de acuerdo. El mayo del 68 va a cumplir 50 años, y aquí en Las Palmas hoy lo celebramos con Peppermint Frappé, de Carlos Saura, y con Punishment Park, de Peter Watkins. La primera establece un diálogo impresionante con el último trabajo de Guy Maddin, y por ende, con aquel otro de Hitchcock. El verde intenso (e inolvidable) del vestido de Kim Novak ahora es el color de la bebida que pone nombre a la propuesta. Una que de haber tenido lugar en San Francisco, seguro que hubiera sido aprovechada en la planta de reciclaje de The Green Fog. José Luis López Vázquez mira con deseo a una Geraldine Chaplin desdoblada en objeto del deseo, tanto presente como futuro. Un doctor se enamora de la mujer de su mejor amigo, una joven extranjera, rebosante de una alegría que a él le falta. Frustrado por la inaccesibilidad a la amada, el médico pone su mirada en la asistenta de su consulta, una chica almeriense con parecido más que razonable a ese nuevo ser querido.

Este trabajo dedicado a Luis Buñuel establece así un juego perverso entre todos sus personajes. El protagonista, suerte de volcán siempre a punto de estallar (son los efectos secundarios de la represión), descubre, como ya lo han hecho Maddin y los Johnson, el poder transformador de su mirada. Sus ojos van a ver lo que desean. No una morena tímida y compungida, sino una rubia extrovertida y despreocupada. Dicho abanico cromático se completa, como ya se ha dicho, con el verde de una bebida alcohólica convertida en elixir que hará realidad los sueños más oscuros. Los que palpitan en el interior del protagonista… y por lo visto, del colectivo que le ha criado. Era la España de 1967. La de la censura, la de la sumisión como herramienta imprescindible para el control político (y ya puestos, para la interacción social). La que, por desgracia, sigue latiendo a día de hoy.

Para acabar de mezclar el pasado con el presente, Peter Watkins nos llevó a Punishment Park. Este falso documental del año 1971 parecía, a ratos, ser la crónica perfecta del panorama narrado por las noticias de 2018. En la aridez californiana, se celebran juicios express a jóvenes acusados de, por ejemplo, sedición o de incitación a la violencia a través de sus creaciones artísticas. Los procesos, llevados con un alarmante desprecio a los derechos fundamentales, desembocan en penas de prisión que pueden esquivarse con una travesía por el desierto. Una especie de viacrucis utilizado por las autoridades a modo de terapia de shock. Esto es, un programa reeducativo en el que los jóvenes rebeldes hallarán el perdón (o salvación) en una línea de meta marcada por las barras y estrellas de la bandera estadounidense.

Watkins mezcla realidad y ficción (y a la larga, pasado y presente) cogiendo como punto de partida los increíbles (pero ciertos) arrebatos autoritarios de la administración Nixon. Dicho presidente, alérgico a la reconciliación y adicto a la polarización, se manifiesta ahora como una mancha negra, todavía no-borrada. Sus Estados Unidos se convierten aquí en distopía de laxa humanidad y el documental se transforma en ejercicio de género survival. El cine pierde facultades físicas por las injustas y brutales condiciones que le rodean, y al mismo tiempo, aprende que la imparcialidad es el precio a pagar para alcanzar la justicia. Se trata de renunciar a la pureza de la mirada para que ésta gane en poder reivindicativo; acusador. Policías y activistas auténticos se interpreten a sí mismos, y a través de un montaje enemistado con la lógica cronológica, el director nos habla de un infierno condenado a repetirse. Actitud crítica confirmada, ahora lo sabemos, en profecía aterradora. Casi medio siglo ha pasado desde que esta película viera la luz por primera vez. Y como si fuera ayer. O peor, hoy.