(Imagen de cabecera: Traje de luces (Retrato Oficial 5) de Franci Durán)
El (S8), la Mostra de Cinema Periférico de A Coruña, ha creado y tirado su propia baraja de cartas en la imagen de su decimoquinta edición, “no para escribir un futuro inexorable, sino para dejarnos espacio para escribir nuestro propio destino”. Una tirada “que nos ilumina, nos ayuda a conocernos mejor y a conectar con nuestro poder interior”, dicta los responsables del certamen en su editorial. Siguiendo los auspicios del Lucifer Rising de Kenneth Anger (1965-1980), homenajeado con un programa colorista en el equinoccio del certamen, volvemos a alumbrar los monstruos clásicos de la narración occidental –de faraones a diablos y culebrillas varias– para convertirlos en héroes en drag, dispuestos a la aventura. Bajo una luz nueva, que como el proyector destellea y deja intuir, entreveremos cuál es “la naturaleza de nuestra posición”, que según defendía Alistair Crowley (aclamado por Anger y citado en el catálogo) sí dicta el curso de nuestra órbita.
A la vez, situarse es clave para existir políticamente… Que sirva ello para mapear un festival cuyo nombre se demarca entre paréntesis, pero que ha convivido en el edificio de la Filmoteca de Galicia con las votaciones italianas para el Parlamento europeo y ha cerrado las urnas al tiempo que su última proyección, la retrospectiva de Franci Durán desde sus Cuentos de mi niñez (1991), retorno al archivo de su infancia huyendo de Pinochet, hasta la bella regurgitación de las violencias universales (ecológicas, democráticas) de Traje de luces (Retrato Oficial 5), de 2018. Y que sirva para visualizar las contradicciones institucionales que relegan a este festival “raro” a la portuaria sala Palexco, un deslugar totalmente ajeno al resto de la vida cultural urbana. Era simbólicamente potente ver colgar los fitogramas del taller de Franci Durán, un procesado botánico para un revelado más ecológico, colgando de las vidrieras contiguas a un crucero enorme y a rebosar de turistas.
También desde un posicionamiento geopolítico, (S8) estrenaba el foco Sinais Latinoamérica, un diálogo ideado por Ivonne Sheen Mogollón entre voces femeninas alejadas temporal y geográficamente que asociaron el registro analógico del paisaje humano-natural con “el testigo de historias políticas, memorias censuradas, de camuflaje ante las fuerzas opresoras y para pagar tributo a las luchas sociales de otras”, según dictaba el catálogo. El programa es diametralmente claro en sus intenciones: todas las películas privilegian la emergencia de voces disidentes, ya estuvieran ocultas literalmente entre el maizal, como la figura chamánica de Sensación 77: Mimetismo, de Marie Louise Alemann (1977) en la Argentina bajo la dictadura, o escondidas entre líneas, como en los chascarrillos sádicos que cierran Ñoros (sin señalar), de la mexicana Annalisa Quagliata (2021). “Cuídense”, amenaza el portavoz del gobierno de Cuitláhuac García, como respuesta a los asesinatos de periodistas en Veracruz. Las películas por puentes, puertas o ventanas a los muros del silencio, en una sesión que por su orientación visibilizadora y ensayística, quizás dividiría y contextualizaría más extensamente.
(Ste. Anne de Rhayne Vermette)
Este año, desde el Palexco coruñés mirábamos a Canadá, en palabras de Ángel Rueda y Ana Domínguez, codirectores del festival, país cercano a Galicia en tanto que boscano y educado en el “ir haciendo” sin explicaciones de más. También Canadá se sabe periférica. La Ste. Anne de Rhayne Vermette (2021) es indisociable de la tierra que la engendra, la Nación Métis (Manitoba, Winnipeg). La cineasta propone un arco dramático blando, a medio camino entre el experimental y la ficción, en donde el regreso de una madre desaparecida a su pueblo rural funciona casi como excusa para filmar juntes a les habitantes del lugar. Ste. Anne canta al territorio, comprendido no sólo como el entorno natural ominoso que rodea a las familias indígenas y las protege de las lógicas urbanas enloquecidas (una mujer grita agarrada a la reja de un puente de hierro, los silbidos del tren se oyen desde todas partes). El barro también se cuela por entre las rendijas de la diégesis, a veces suena al acento incolonizable de las gentes de allí o a los villancicos que cantan en familia, y otras distrae a la cámara hacia el bosque o el cielo, en recortes que se tiñen de onirismo por los fogonazos blancos de las colas de la cinta en 16mm. En fin, que la tierra es mucho más que el arenal vacío que Renée (suerte de álter ego de Rhayne) ha comprado para vivir, cuya fotografía va enseñando con satisfacción: en realidad, puede que Manitoba habite ya dentro del dispositivo que la retrata.
Vermette explicaba que Ste. Anne le resultaba especialmente emotiva por despertar el recuerdo de un tío suyo, que en la película tenía un pequeño papel. También Philip Hoffman se emocionaba hablando de Helen Hill, autora de Your New Pig Is Down The Road, producida en 1999 dentro del programa de la Film Farm, taller veraniego de una semana en Mount Forest en el que desde hace treinta años les participantes aprenden técnicas de revelado botánico y juegan a crear libremente. De hecho, el (S8) replicará a finales de mes esta burbuja idílica en Corme, en la punta de la Costa da Morte, con siete plazas ya cerradas. Your New Pig Is Down The Road explica bien el espíritu del programa: Hill espiga imágenes de todo tipo de flores y animales en la granja, las colorea, y anima a sus compañeres como marionetas para invitar juntes a Paul, su marido, a conocer al cerdito que acaba de adoptar. Una carta de amor a Paul, a la cerdita Rosie, al campo y al hacer cine por gusto.
Que el (S8) abrace el amor sin más empapa de vida e invita al juego imperfecto e improductivo. Sentaba ejemplo The8Fest, certamen canadiense dedicado al pequeño formato analógico, que proyectaba cortos completamente aleatorios de su sección Bageroo (en español, “mezcla” o “guirigay”, pero sin connotaciones negativas). Aunque el programa fuera irregular, con los cambios de tono que trae cualquier aparador y que sólo en felices ocasiones dan para un visionado del todo coherente, todos los trabajos compartían generosas dosis de ingenio y de plasticidad, bases para el cine que nos gusta encontrar por A Coruña. Y la mera renuncia al control editorial sobre un programa supone un acto de humildad y de coraje poco alimentado en festivales.
(Darkness, Darkness, Burning Bright de Gaëlle Rouard)
Situarse no es un ejercicio ombliguista, sino excéntrico y deconstructivo. Por ello, ni cuando Gaëlle Rouard mira a su realidad inmediata en Darkness, Darkness, Burning Bright, largometraje de 2022, abandona su alquímica fórmula de captura de imágenes, grabadas directamente sobre película reversible o solarizada, de forma que las figuras se invierten y los colores se descomponen (incluso describirlas es complejo, por la cantidad de modificaciones y ajustes que se combinan detrás de cada una). Esta captura al revés convierte a la vaca que a diario ve descansando en la pradera vecina en una suerte de pintura rupestre de luz, un ser mítico que pierde su estatus privilegiado de figura uniforme y puede combinarse libremente con las transparencias del resto de capas de fondo, ampliadas, volteadas y distorsionadas como radiografías de acetato.
Además, en la performance que ofició en Desbordamientos (con UNTER, Les noces rompues y M…H, de 2011, 2014 y 2016), la cineasta expandía y multiplicaba con lentes sus siluetas, ampliándolas a todo el patio de la Fundación Luis Seoane de forma que nada quedara fuera del alcance de su gabinete de helicópteros y submarinos, esquimales y focas, y de la abstracción desoladora de los grandes montes nevados. Las bandas sonoras de toda su filmografía, entre la música concreta y el sampleado de sinfonías de otras películas (como los pasajes de Macbeth de Orson Welles), acababan de abrir todas las puertas a un universo profusamente habitado y vacío al mismo tiempo.
Girarse en la Fundación Seoane implica descubrir el trocito de celuloide gastado tras los destellos de color, bajar los fuegos artificiales a los cuidadosos gestos de une titiritere, lejos del espectáculo inmersivo y ciego, a la vez que un homenaje fascinado al talante de quien proyecta, reconociéndole como artista de happening. Morgan Fisher –lee un texto de la programadora Elena Duque, “un enamorado de los estándares”– ha dedicado buena parte de su carrera, que se remonta a finales de los años sesenta, a visibilizar los múltiples engranajes de este happening que es cualquier proyección, arrojando luz sobre algunas de sus piezas clave en un acto de justicia sobre la práctica. Por ejemplo, en 1974 cuestionó la normalidad de la sincronía entre imagen y sonido (un falso paralelo que siempre favorece a la imagen) en Picture and Sound Rushes, y asimismo puso contra las cuerdas a la precisión coreográfica de la máquina de proyectar en Cue Rolls.
(Phi Phenomenon de Morgan Fisher)
Morgan Fisher, en un acto de autodefensa modesta, previno al público de su segunda sesión retrospectiva que recabara paciencia ante una película “aburridísima”, que él “no habría programado”. Se refería a Phi Phenomenon, una pieza de 1968 a la que no había vuelto desde hacía mucho y que consiste en la grabación de un reloj de pared, durante once minutos proyectados a tiempo real. Fisher decía que el experimento probaba la falibilidad del fenómeno phi (φ), una ilusión óptica que interpreta el paso entre fotogramas estáticos como movimiento, y que no veríamos movimiento en las agujas del reloj. Sin embargo, no sólo sí las vimos correr, sino que además vimos demasiado movimiento…
La cinta que Fisher había traído consigo era de poliéster, un material muy duro, y la pieza del proyector que la oprimía contra la lente amplificadora no alcanzaba a presionarla bien, de forma que el fotograma “estático” empezó rápidamente a temblar. La sesión tuvo que detenerse temporalmente en un acto de karma total que trajo a colación la paciencia y el talento enormes de Chema (José María Rodríguez Armada), proyeccionista de la Filmoteca de Galicia, que acababa de ser protagonista en las Projection Instructions (1976) de Fisher, una película formada sólo por cartelas cuyo foco, posición y volumen piden ser intervenidas. El parón, además, abrió un paréntesis para una clase magistral, improvisada pero fantástica, sobre las piezas anteriores… Todo ello ocurrió gracias a la conjunción de un público entregado a la proyección, bien situado, y a una organización empática, tranquila. Los accidentes también son cuestión de perspectiva.