El fallo ortotipográfico del título, que convierte a la estrella de las pasarelas, Naomi Campbell, en una versión más doméstica y modesta, “Naomi Campbel”, apunta gran parte del soporte ideológico e interés de la propuesta genérica, política y cinematográfica de esta opera prima de dos cineastas chilenos recién salidos de la escuela de cine, Nicolás Videla y Camila José Donoso: un trabajo sobre la identidad, el género, la definición y la autodefinición, sobre el difícil equilibrio entre la mirada externa a quiénes somos y nuestras propias aspiraciones, la pugna entre la imposición cultural y lo personal e íntimo. Tomando la verdadera historia de Yermén, un transexual que trabaja leyendo el Tarot mientras confía en reunir dinero suficiente para completar su transformación de genero, Videla y Donoso plantearon una película que, como su protagonista, se debate entre la indefinición y la incomprensión, entre los rígidos cajones genéricos y aquello que escapa a lo normativo. Partiendo de la historia real de Yermén, que no aspira a ser Naomi Campbell, sino a reencontrarse con quien siempre fue, aunque su cuerpo lo impida, Donoso y Videla construyeron algo similar a una “auto-ficción”, un híbrido genérico que demuestra cómo el cine puede acompañar los procesos de transformación personal y social, convertirse en un arma de denuncia valiéndose de las herramientas y retos del propio lenguaje cinematográfico.

Así, como su protagonista, una transexual real, la película está también a medio camino entre dos lugares, alternando una puesta en escena ficcional con elementos extraídos de los diarios filmados por la propia protagonista en VHS. La propuesta de estos jóvenes directores, una de las películas más viajadas del reciente cine chileno, desvela las imposturas y las hipocresías, las tensiones y las fachadas de todo un entramado social: la sexualidad como campo de batalla de las nuevas diferencias sociales; la fama como vehículo social legitimador; la imagen como definición definitiva. Una ópera prima que aplica la idea de un cine transgenérico no solo al cuerpo de los actores-personajes, sino al propio cuerpo fílmico, convirtiendo la película en una extensión-representación del conflicto, haciendo suya, y reivindicando, la intervención ficcionada, teatralizada, dramatizada sobre el campo de lo real.

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Al fin y al cabo, según plantea la película, la propia identidad es un trabajo de ficción sobre un cuerpo real, una lucha y una tensión entre las normas sociales y culturales, y una voluntad y sentir individual, y la conciliación solo puede venir por la redefinición, por el desmontaje, de las normas culturalmente establecidas. Una operación cinematográfica que es al mismo tiempo un gesto político, una operación de riesgo que acompaña a la vida, no siempre fácil, de la protagonista, sometida a las miradas escrutadoras, no siempre amables, de los espectadores de su día a día. Nosotros, los que estamos en la butaca, ejercemos una presión similar, una violencia similar, a la que Yermén soporta en su día a día. Espectadores en la película, espectadores de la película, todos somos policías normativos, agentes pasivos, miradas escrutadoras de una transformación necesaria.

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