Más cerca de una metaficción a lo Charlie Kaufman que de una biografía tradicional, Neruda, la nueva película del chileno Larraín, juega con los límites entre la realidad y la ficción no sólo dentro de la vida del escritor sino en lo que respecta a su propia construcción narrativa. La historia comienza in media res, con el poeta Pablo Neruda enfrentándose al gobierno de turno y siendo marginado como lo fue todo el Partido Comunista en el Chile de 1948. Es así que el escritor (interpretado por Luis Gnecco, el mismo de El bosque de Karadima) pasa a una suerte de clandestinidad no del todo clandestina y que tiene, además, una particularidad: un detective lo persigue con la intención de encarcelarlo y desacreditarlo. Pero nunca consigue dar con el escritor más allá de que el hombre se pasee casi delante de sus narices.

El juego que plantea Larraín se va revelando poco a poco. Lo que primero intriga y sorprende es cómo se describe a Neruda: demasiado enamorado de sus beneficios burgueses… hasta que entra en contradicción con sus principios políticos, afectado y un poco falso, talentoso pero excesivamente vanidoso. A su vez se observa el fuerte peso que tiene su mujer, Delia (encarnada muy bien por Mercedes Morán), en su vida y hasta en su obra. El hombre puede dictar un célebre poema mientras manosea a una prostituta, ir de fiestas y tener enfrentamientos políticos con militantes allí mismo, todo en una suerte de fuga circular a través de la cual se va volviendo más mito y menos “persona real”, pese a los intentos del detective de probar lo contrario.

La figura de Oscar, el detective que encarna Gael García Bernal, es la que lleva a Neruda hasta el terreno del noir (elección más que acorde con la época en la que transcurre la película), pero con una vuelta de tuerca. Es él quien narra los sucesos de la historia –y cuenta un poco lo que la película no muestra de la vida del escritor–, pero lo hace de una manera que parece omnisciente aunque no debería serlo. Ese juego de gato y ratón se va a extender durante todo el relato, con Oscar y Neruda tratando de ver quién es más sagaz que el otro en esta suerte de persecución. Poco a poco, la narración nos va dejando entrever que quizás hay algo que pertenece al orden de la ficción en esa historia, en esa trama. ¿Cuánto hay de cierto en lo que estamos viendo y cuánto es una reflexión sobre el arte de la ficción, de la escritura, de la creación de personajes?

En la primera etapa del film, la voz en off del detective se vuelve un tanto reiterativa, sus intentos por reflexionar y analizar todo lo que vemos resultan un tanto subrayados, pero el concepto va girando hacia transformarse en otra cosa: el truco se va revelando sutilmente. En la segunda mitad del film, Neruda debe escaparse de una manera más real (dejando a su esposa y la ciudad) y la persecución se parece más a la de un western, pero uno que tal vez sólo existe en la imaginación de los personajes. Las pistas están ahí, para quien quiera tomarlas y aceptar que estamos ante una película que se piensa a sí misma en voz alta.

En ese cóctel de distintos modos, tonos e influencias aparece el Neruda que se lee y se cita en las calles como un prócer, pero uno que no necesariamente coincide con el que vemos en la pantalla. Esa dicotomía, de todos modos, no es problemática ni simplista. Aquí no se intenta desnudar ni derribar al mito sino, por un lado, humanizarlo y, por otro, entender su obra a partir del proceso propio de la escritura cinematográfica y no sólo desde la lectura en voz alta de sus textos. Es como si Neruda –la película– se construyera a sí misma como un texto del propio escritor.