Página web del Festival de San Sebastián (22-30 septiembre).

HAPPY END. Michael Haneke. 107 minutos. Francia, Austria, Alemania (2017). Con Isabelle Huppert, Jean-Louis Trintignant, Mathieu Kassovitz.

Morosa y y algo dispersa, Happy End, la nueva embestida de Michael Haneke a la conciencia del espectador, se presenta como una obra cocida a fuego lento. Como una araña que confecciona su tela mediante un movimiento concéntrico, la película se construye a golpe de guiños autorreferenciales, diseminados a lo largo y ancho de la familia burguesa y disfuncional que protagoniza el film. En su estructura marcadamente fragmentaria, así como en la diseminación de sus enigmas, Happy End remite a títulos como 71 fragmentos de una cronología del azar o Código desconocido. La película arranca con unos planos filmados con un móvil (volverán a aparecer en diferentes momentos del film) que remiten inevitablemente a la alienación tecnológica de El vídeo de Benny, mientras que unos chats de Facebook trufados de perversión sexual conectan con La pianista. Aunque el autoguiño definitivo llega de la mano del personaje de Jean-Louis Trintignant, un patriarca ahora senil que identificamos como la progresión conceptual del protagonista de Amor.

Lo curioso del caso es que todos estos apuntes más bien macabros, que configuran el habitual mosaico nihilista de Haneke, aparecen aquí asordinados, desprovistos de toda furia. En este sentido, no resulta extraño el desconcierto que Happy End generó, en el pasado Festival de Cannes, entre los seguidores del cineasta austriaco, adeptos a los giros virulentos y los estallidos de violencia más explícita. Aquí, toda la acritud hanekiana está pasada por el filtro de una macabra normalidad, en la que conviven, desde los primeros minutos del film, intentos de suicidio, familias disfuncionales, proyectos empresariales fallidos y paternalismo burgués. En este sentido, hay que clarificar que la aparente sutilidad de la propuesta no hace más que esconder la crueldad congénita de la mirada de Haneke. El austríaco dispara en todas direcciones, a la decadencia moral de una sociedad youtuber, a la mala conciencia de occidente respecto a drama inmigratorio (la acción transcurre en Calais), o a la irresponsabilidad de un padre de familia alérgico al verdadero compromiso. Está todo ahí, congelado sobre el abismo de lo cotidiano. Manu Yáñez

THE LEISURE SEEKER. Paolo Virzì. 112 minutos. Italia, Francia (2017). Con Helen Mirren, Donald Sutherland, Kirsty Mitchell.

The Leisure Seeker contiene suficientes elementos como para haber originado una gran comedia de los hermanos Farrelly. No cuesta demasiado imaginar el partido que le podrían haber sacado los directores de Algo pasa con Mary a una road movie matrimonial en la que el marido/conductor (Donald Sutherland) sufre de alzheimer y la esposa/copiloto (Helen Mirren) batalla furiosamente contra el cáncer. Sin embargo, lejos de toda transgresión cómica, y plenamente acomodada en la vampirzación de la dimensión mítica de sus protagonistas, la película Paolo Virzì se limita a repetir la operación que proponía la anterior y olvidable película del italiano, Locas de alegría, en la que la inestabilidad psicológica de la protagonista (una gran Valeria Bruni Tedeschi) daba pie a un tibio tratamiento humorístico que apuntaba a la negación del trastorno. En The Leisure Seeker –una película sin misterio alguno–, la comedia surge del edulcoramiento de la realidad de los personajes, un gesto que conecta la película a referentes como Forrest Gump o La vida es bella, obras que llevaban al extremo la reconversión de lo trágico en un divertimento inofensivo y al mismo tiempo lacrimógeno. En este sentido, la película de Virzì –en la que la siempre vivaz Mirren sorprende dando vida a una anciana– apuesta por reblandecer el corazón del espectador con su comedia de la negación para luego castigarlo con el calculado empuje dramático de una realidad que nunca llega a revelar su verdadera crudeza. Manu Yáñez

LA VILLA. Robert Guédiguian. 107 minutos. Francia (2017). Con Ariane Ascaride, Jean-Pierre Darroussin, Gérard Meylan.

La nueva película del francés Robert Guédiguian explicita uno de los temas que recorren soterradamente toda su obra: la inscripción del paso del tiempo en el rostro de su troupe de actores. Observada en su conjunto, la trayectoria del director de Marius y Jeannette funciona como un retablo a gran escala de lo que Richard Linklater hizo cristalizar en Boyhood: la revelación de la condición “embalsamadora” del cine, inmisericorde ajustador de cuentas temporales. La villa presenta como premisa argumental la reunión de tres hermanos (Ariane Ascaride, Jean-Pierre Darroussin y Gérard Meylan) que acuden a un pequeño pueblo costero –escenario de sus veraneos de infancia y juventud– debido a la enfermedad del padre. Sin embargo, la trama deviene en una simple excusa para vehicular la consciencia de la cercanía de la vejez. En un momento de gran belleza, Guédiguian recupera una vieja filmación en la que los protagonistas retozan alegre y juvenilmente en las aguas del puerto. El personaje de Ascaride –una actriz de teatro– busca en la compañía de un joven un antídoto contra el empuje de Cronos. Y, en unos gestos poéticos poco habituales en la obra del autor francés, Guédiguian fija, en planos detalles repartidos por la película, varios memento mori: un cigarro a punto de apagarse, unos peces agonizando, las olas del mar. Un sorprendente homenaje a Yasujirō Ozu que se ve algo mermado por una noble y blanda subtrama protagonizada por unos niños inmigrantes ilegales. El poder de conmoción de la sugerencia y la obviedad del manifiesto político. Manu Yáñez

THE THIRD MURDER (EL TERCER ASESINATO). Hirokazu Kore-eda. 124 minutos. Japón (2017). Con Masaharu Fukuyama, Kôji Yakusho, Isao Hashizume.

En su nueva película, el japonés Hirokazu Kore-eda se desmarca de las coordenadas más superficiales de su cine para reincidir en sus obsesiones de fondo. Así, distanciándose del drama familiar y abrazando el cine de procesos judiciales, el director de Still Walking vuelve a proponer una historia en la que resuena la preocupación por el efecto (nocivo) que tienen sobre los jóvenes los actos y decisiones de sus progenitores. Un tema que se despliega en el trasfondo de un laberíntico drama judicial protagonizado por un lacónico abogado y un criminal adepto a cambiar su versión de los hechos (el siempre fascinante Kôji Yakusho). A la postre, lo más interesante del film es el modo desprejuiciado, casi lúdico, con el que Kore-eda aborda la cualidad impenetrable de lo real. Tomando como referente principal el espíritu de Rashomon de Akira Kurosawa, el cineasta japonés lleva el relato (y su resbaladiza puesta en escena) hacia las aguas del Zodiac de David Fincher, en la que la creciente frustración de los protagonistas se correspondía con la inflación de la dimensión críptica de la historia. Por desgracia, la implicación de Kore-eda con la naturaleza incierta del relato resulta más anecdótica que la Kurosawa y Fincher. Más un juego de espejismos que una meditación sobre los límites de la expresión fílmica, El tercer asesinato deviene un entretenimiento que despierta las neuronas de manera efímera. Manu Yáñez

JUSQU’À LA GARDE (CUSTODIA COMPARTIDA). Xavier Legrand. 93 minutos. Francia (2017). Con Léa Drucker, Denis Ménochet, Thomas Gioria.

La ópera prima del actor francés Xavier Legrand –Mejor Director en el pasado Festival de Venecia– tiene un arranque deslumbrante: una larga secuencia de una vista judicial en la que un padre y una madre se enfrentan, frente al juez, por el derecho del progenitor a visitar a su hijo menor de edad. La versiones contradictorias de una misma realidad sirven para poner de manifiesto la gravedad de la ruptura familiar y, al mismo tiempo, la difícil tarea que asumen los magistrados encargados de este tipo de causas. La continuación de la película –que se adentra primero en el drama familiar para sucumbir finalmente al thriller de terror– es mucho menos relevante. La mirada de Legrand sigue posicionada del lado de las autoridades, pero la dimensión reflexiva del arranque se ve suplantada por una vocación pedagógica. A través de una previsible caída a los infiernos –el espectador sabrá de la maldad del padre en cuanto vea sus primitivos ademanes fuera del juzgado–, la película articula un discurso mimético al de las campañas públicas contra la violencia de género. Se trata de advertir sobre el peligro de infravalorar los signos, a veces sutiles, aquí bastante evidentes, de la violencia doméstica. Y no es que el cine no pueda asumir esa función aleccionadora, pero aquí, como ocurría por ejemplo en Te doy mis ojos de Icíar Bollaín, el maniqueísmo dramático limita la fuerza reflexiva, la complejidad discursiva y el valor artístico del trabajo de Legrand. Manu Yáñez

BORH VS. MCENROE. Janus Metz. 107 minutos. Suecia, Dinamarca, Finlandia (2017). Con Stellan Skarsgård, Shia LaBeouf, Sverrir Gudnason.

¿Una película sobre un partido de tenis? La propuesta, salvo para los fanáticos del deporte blanco, no parece en principio demasiado tentadora. Sin embargo, hay que aclarar que la final de Wimbledon 1980 no fue un match más: fue uno de los más espectaculares, tensos e impredecibles de la historia con un duelo lleno de matices entre la leyenda sueca Björn Borg –que con solo 24 años trataba de conquistar por quinta vez consecutiva el abierto británico– y el ascendente e irascible estadounidense John McEnroe. Si bien el partido es el eje y el corazón de la película, hay bastante más que un duelo deportivo en los 100 minutos: un espíritu de época, un trabajo sobre las personalidades opuestas de ambos contendientes, su intimidad, su entorno y viajes a sus respectivos pasados, incluida la compleja niñez y adolescencia de Borg.

Como la producción es nórdica (coproducción entre Suecia, Dinamarca y Finlandia) es lógico que el punto de vista y el foco esté puesto en la figura de Borg, muy bien interpretado por Sverrir Gudnason, y la relación con su entrenador Lennart Bergelin (Stellan Skarsgård). El problema es que la narración luce demasiado desbalanceada: un minucioso acercamiento a la psicología del sueco y una torpe y superficial descripción del chico rebelde encarnado aquí por el actor rebelde Shia LaBeouf. Narrado con solidez por el danés Janus Metz, con impecables actuaciones, con una cuidada reconstrucción de época y una buena recreación del partido, extraña el sentido del humor y ciertas audacias de otro largometraje deportivo reciente como Rush de Ron Howard. Diego Batlle