Ermitaño, abstraído, excéntrico, lúcido, andrógino, camaleónico… Muchos son los calificativos que utilizaríamos para describir al gran genio ruso, Oleg Nikollayevich Karavaychuk. A sus ochenta y nueve años, esta leyenda de la música se convirtió en un obsesivo objeto de admiración para Andrés Duque, cineasta hispano-venezolano afincando en Barcelona. Las melodías de Karavaychuk llegaron a los oídos del autor de Ivan Z a través de los films de Kira Muratova (Los encuentros breves). Mucho antes, tras ser expulsado del conservatorio de Leningrado cuando todavía era adolescente, Karavaychuk se dedicó a componer bandas sonoras que han pasado a la posteridad. Experiencias que traslucen subterráneamente en el nuevo documental de Duque, que propone un acercamiento singular al artista ruso. Y decimos ‘singular’ porque los setenta minutos de Oleg y las raras artes no aspiran a delinear un relato biográfico. Lo que hallamos en la nueva película del autor de Color perro que huye es una penetración en la mágica, laberíntica y clarividente mente de ese mito viviente. He aquí un festín melómano y cinéfilo, una experiencia semejante a la que invade al amante del arte que visita el Hermitage por primera vez.

La mención del legendario museo de San Petersburgo no es casual, pues es en el Hermitage donde arranca el documental de Duque. Así, tenemos nuestro primer contacto con Karavaychuk en uno de los pasillos rojos que conducen a la sala donde reposa el piano del Zar Nicolás II. Desde el principio, su retórica nos conmueve, tal como debió impresionar al autor de Ensayo final para utopía. Duque no interviene, le deja actuar libremente, aunque la mayor parte del tiempo Karavaychuk se muestra tenso, nervioso o dubitativo. Acto seguido, la cámara –siempre fija– de Duque, se traslada a la sala citada: Oleg está listo para improvisar sobre las teclas de ese instrumento divino.

La extravagante personalidad del músico le lleva a interrumpirse a sí mismo durante el concierto privado. Esa sensación de suspensión y no-continuidad se repite una y otra vez en Oleg y las raras artes. En cuestión de segundos, los monólogos de Karavaychuk cambian de asunto, imprevisiblemente, abordando tanto cuestiones biográficas, como anécdotas de sus viejos camaradas o valoraciones artísticas. Su rebelde espontaneidad también se extrapola a sus actos, excéntricos y repentinos, que tanto chocarán al espectador. Oleg y las raras artes es una oda al indomable Karavaychuk. Una carta blanca a la puesta en escena de su caos, su demencia y su maestría.