Carlota Moseguí

Es probable que la primera reminiscencia sensorial que nos venga a la cabeza cuando recordemos Costa da Morte, la película de Lois Patiño, sea el sonido y su relevancia a la hora de dar forma al paisaje. En cierto modo, el gallego Ignacio Vilar sigue esas mismas directrices en su último y cautivador largometraje. Sicixia está protagonizada por un técnico de archivo sonoro de la Xunta de Galicia que, desencantado con su vida y su matrimonio, es enviado a la Costa da Morte para registrar nuevos sonidos. Xiao (Monti Castiñeiros) llegará a las localizaciones más fascinantes y peligrosas del lugar con la ayuda de Olalla (Marta Lado), una joven casada que sufre la misma alienación en secreto. El sonidista y su hermosa guía pronto se verán envueltos en un tórrido romance, causando un gran escándalo en el pequeño pueblo pequero.

Originalmente ‘Sicixia’ es un término de Astronomía que designa el momento preciso en que el Sol, la Luna y la Tierra se encuentran en una alineación perfecta; hecho que causa una gran agitación en el paisaje, haciéndose especialmente visible a través del desequilibrio de las mareas. Como revela el título del film, las intenciones de Vilar no son otras que expresar la furia de ese paisaje vivo a partir del sonido que lo envuelve. Puede que las llamas mortíferas de esa tierra ardiente sean invisibles a nuestros ojos, pero gracias a Vilar no lo son a nuestros oídos, ni a los de los protagonistas del drama romántico. A pesar de que la trama de Sicixia se concentra en el auge y caída de un amor prohibido, el director de A esmorga evita dar toda la información posible sobre el pasado, el presente y los sentimientos de la pareja. De este modo, el espectador se enfrenta a un fuera de campo imponente, que plasma la sensación de alienación, desconcierto e ingravidez que padecen las almas perdidas en ese confín del mundo. Trazando un mapa de los sonidos de Costa da Morte, Vilar plasma la batalla dialéctica, aparentemente invisible, entre la vida y la muerte, la naturaleza y el hombre, el mito y la realidad.

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En la Sección Oficial del certamen asturiano también fue presentada Migas de pan, la nueva película de la uruguaya Manane Rodríguez. En esta ocasión la directora de Memorias rotas ficcionaliza algunos de los centenares de casos de militantes que fueron torturados y violados durante el régimen dictatorial de Juan María Bordebarry, así como las secuelas psicológicas que permanecen latentes en la actual población de Uruguay. Las impecables Cecilia Roth y Justina Bustos son las encargadas de dar vida a la protagonista, tanto en el Montevideo de los años setenta y ochenta, como en la Galicia contemporánea. La crónica sobre la vida de esta heroína activista, repudiada por su familia y su marido de clase bienestante tras su encarcelamiento, tiene una particularidad: Rodríguez no narra la biografía de Liliana cronológicamente, sino que sitúa la trama entre saltos temporales, que en varias ocasiones dan la impresión de ser demasiado largos (algunos superarán la media hora de metraje al perderse en detalles melodramáticos que no guardan demasiada relación con la historia). Pese a esta pequeña objeción, Migas de pan es un notable drama carcelario que ofrece uno de los mejores retratos políticos recientes sobre la memoria colectiva y el presente aún traumático de Uruguay.

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La tercera película presentada hasta el momento en la Sección Oficial del Festival de Gijón, menos competente que las dos anteriores, fue El nacimiento de una nación, una revisión histórica del fenómeno del esclavismo durante el periodo anterior a la Guerra de Secesión. El largometraje, cuyo título invoca (y denuncia) el racismo latente en la obra maestra de D. W. Griffith, es un biopic sobre Nat Turner, el célebre predicador que en 1831 lideró la primera rebelión de esclavos en Estados Unidos. El problema principal que advertimos en El nacimiento de una nación es su estrepitoso fracaso en la tentativa de avalar el acontecimiento histórico a través de la religión católica. Ávida, tramposa y efectista, la ópera prima de Nate Parker canoniza la lucha del mártir, fantaseando con la idea de que el héroe sea una suerte de segundo Jesucristo, enviado a la Tierra por Dios para abolir la esclavitud.

Así, la flamante ganadora del último Festival de Sundance se sirve de esta gran gesta histórica para dar a luz a una epopeya religiosa oportunista, en la que todos los personajes en escena representarán los hombres más cercanos a Cristo en el Nuevo Testamento. Por último, en cuanto a la caracterización de los personajes, Parker –que también da vida al protagonista de su película– no les otorga profundidad psicológica alguna, ni matices que encubran su evidente molde arquetípico. En este sentido, en El nacimiento de una nación no habrá lugar para individuos como el personaje –tan auténtico y necesario– de Brad Pitt en Doce años de esclavitud. Tristemente, la visión reduccionista del cineasta sobre este capítulo de la Historia se limita a lo siguiente: la Bondad y la Maldad del ser humano se medían por su color de piel. En su intento de poner en evidencia a Griffith, el autor termina demostrando que comparte la misma postura racial, pero desde el extremo opuesto.