(Imagen de cabecera: Frescos de Kiev)

Víctor Paz (Bolonia)

El cineasta Serguéi Paradzhánov es sobre todo conocido por sus películas Sayat Nova (El color de la granada, 1969) y La sombra de nuestros antepasados (Tini zabutykh predkiv, 1966), ambas restauradas con nuevas copias digitales en la última década, la segunda de manera muy reciente por el Centro Nacional Oleksandr Dovzhenko de Ucrania y la Cineteca di Bologna. De su anterior trabajo, él mismo dijo que se trataba de “basura”, habiéndose adscrito éste, de manera más o menos crítica, al realismo socialista que imperaba en la época. La sombra de nuestros antepasados fue el primer largo en que se expresó de forma verdaderamente libre. Paradójicamente, este film, que lo convirtió en una celebridad internacional, provocó la ira de los censores en Ucrania, que boicotearon todos sus proyectos posteriores, llevándolo incluso a la cárcel y a un campo de trabajo de Siberia con durísimas condiciones, por el simple hecho de ser homosexual. Esto aconteció entre 1973 y 1977. Incluso liberado, Paradzhánov tendría muchos problemas para volver a dirigir ­– solo dos largos y dos cortos hasta su fallecimiento trece años más tarde – y ya no lo hizo en Ucrania, sino en su Georgia natal.

Quizá sus primeros trabajos sean “basura”, pero lo cierto es que la etapa de 1951 a 1964, año en el que el cineasta marca el verdadero inicio de su carrera como autor, está compuesta por la estimable cantidad de cuatro largos y sendos cortometrajes. ¿Son tan malos como el propio Paradzhánov afirmaba? Il Cinema Ritrovato y el centro Dovzhenko nos han permitido comprobarlo con una retrospectiva de este periodo y lo cierto es que, sí, son muy soviéticos, pero en muchos de ellos ya se intuyen las constantes posteriores de Paradzhánov y por lo general están acabados con una estética sobresaliente y puntuales arrebatos de genialidad.

Andriesh (1954) es el primero de los largos, con el que se graduó en la Universidad Panrusa Guerásimov de Cinematografía junto con Yakov Bazelyan. El guion surge de la idea original de Paradzhánov de adaptar un cuento de Yemelian Bukov, en el que un niño con una flauta mágica se enfrenta a un malvado dragón –en la adaptación, un mago, por razones presupuestarias–. Vista hoy, se percibe como la versión muy soviética e híper queer de películas al estilo de La historia interminable (1984) de Wolfgang Petersen. Paradzhánov se permite representar con todo lujo de detalles, aunque se trate de una historia fantástica, la vestimenta tradicional de los pastores moldavos, partiendo de las ilustraciones que acompañaban al cuento, lo que confiere a la cinta un aspecto muy pictórico y de gran belleza cuando se utilizan parajes naturales. Las partes de estudio no casan muy bien con los exteriores y la película sufre de un continuo choque entre lo aparatoso de los decorados y esa pequeña parte documental, que es el verdadero hallazgo del largometraje. No se puede dejar de citar la sexualización de los pastores, bellísimos y sudorosos todos ellos, musculados, la delicia del proletariado estalinista, con unos bigotazos que quién le diera a Freddy Mercury. Sin duda, con la excusa de exaltar el mundo del trabajo, Paradzhánov expresa otros deseos.

Esta pulsión celebratoria queer se hace más intensa en su siguiente largo, ya en solitario, The First Lad (Pervyy paren’, 1958). Hay un par de personajes abiertamente gays en este alocado musical ambientado en una cooperativa agraria. Quizá por el género pudo ocultarse más este aspecto, pues lo cierto es que todo el reparto podría haberse enviado directamente a Eurovisión. Las coreografías son magníficas en un film tan ligero como ameno, concebido como divertimento de masas. De hecho, fue la cinta más popular en toda la carrera de Paradzhánov, con 22 millones de personas acudiendo a las salas de la Unión Soviética para verla.

En Rapsodia ucraniana (Ukrainskaya rapsodiya, 1961), la ruptura ya empieza a anunciarse. El libreto de Oleksand Levada se centra en una cantante que ve cómo su amado parte al frente en la Segunda Guerra Mundial. El argumento permitió a Paradzhánov plagar la banda sonora de temas tradicionales, interpretados de manera sublime por profesionales de la música, en secuencias que exaltan la desgarradora belleza del campo ucraniano y muestran las tradiciones en los pequeños pueblos. Lo patrimonial y lo pictórico siempre habían sido los dos grandes intereses del cineasta, que empieza a mostrar cada vez mayor condescendencia por las historias que le presentan. Seguramente para ponerse un pequeño reto y aderezar un melodrama bastante convencional, Paradzhánov idea con su montadora Marfa Ponomarenko ­–quien lo acompañará constantemente en su carrera desde este momento– un arabesco de flashbacks y flashforwards que alternan los puntos de vista de los dos amantes. Las escenas van y vienen entre los recuerdos de antes de la guerra y la diégesis en presente. Así, la estructura del film se vuelve mucho más interesante de seguir y adopta una forma circular que podría estar apuntando una crítica al constante belicismo de Europa. Hay cierta base para esta afirmación, pues el director muestra a los alemanes de a pie como personas simpáticas y confiables en las partes del conflicto armado. En una de estas secuencias, el amante, Anton, se refugia en una iglesia teutona, donde observa a un chico cantar el Ave Maria de Franz Schubert. Es una elección singular para un film soviético de esta época.

Flor en la piedra (Tsvetok na kamne, 1962) ofrece un retrato grotesco de una secta religiosa infiltrada en una pequeña localidad del Dombás tras la guerra. Seguramente no se podía hacer de otra manera, todo dios es enemigo jurado del socialismo. El político local los persigue a medias, consciente de que castigar la fe puede hacer que la estructura social de su pueblo se tambalee. Esta personalidad está, por supuesto, retratada con una luz mucho más positiva que el pastor timador y usurero. Sus motivos siempre bienintencionados de ayudar al prójimo lo convierten en una especie de Jesucristo, y aquí descansa la irónica vuelta al asunto que propone Paradzhánov. Bajo las formas de un domesticado drama que sigue aparentemente la fórmula del realismo socialista, claramente advierte: toda forma de control es perniciosa, por mucho que el lobo de cordero se vista.

Para La sombra de nuestros antepasados decidió no travestirse más, se acabó el juego de los corderos. Cogió el encargo de adaptar la novela de Mykhailo Kotsiubynsky sobre una saga familiar de pastores de los Cárpatos ucranianos y decidió ir a filmar allá in situ, con la participación de la comunidad Hutsul Rusyn. Ese preciosismo folclórico ya presente desde Andriesh alcanza aquí nuevas cotas con la reproducción minuciosa de vestimentas, cantos y danza tradicional de la región. La fragmentación del relato ensayada en Rapsodia ucraniana se vuelve aquí mucho más libre, con una narración de corte poético dividida en capítulos y montada más al estilo de los trabajos formalistas de su maestro Aleksandr Dovzhenko. Insertando grandes dosis de elementos oníricos y fantásticos, que conjuga sin despeinarse con lo etnográfico, el resultado es una suerte de film psicodélico-pastoril.

La “cámara emocional” con la que había amagado en su anterior largo encuentra aquí nuevas formas de expresión de la mano de Jurij Illienko. En Flor en la piedra acompañaba los movimientos de los obreros trabajando en una mina siguiendo la trayectoria de los golpes de sus picos. En La sombra de nuestros antepasados posiciona, por ejemplo, para la escena de apertura, la cámara en la copa de un árbol, que cae con estrépito sobre un familiar que salva al protagonista de una muerte segura. Este tipo de soluciones visuales se repiten durante todo el film, montado al son de la música como si de una sinfonía se tratase, repitiendo motivos más que siguiendo una historia lineal. Esta poesía enamoró a cineastas de todo el Cáucaso, como Artavazd Pelechian, reconocido admirador de Paradzhánov, que siempre cita esta película como una gran influencia para él. Para Illienko sería una experiencia transformadora, siendo después el director de fotografía de otros cineastas ucranianos que acabaron conformando la Escuela de Kiev.

La impronta de Serguéi Paradzhánov en el cine mundial es indiscutible desde este momento. La pena es que su carrera se viese muy impactada por motivos políticos y no pudiese desarrollarla como quiso. Su filmografía anterior es sin duda inferior, pero no “basura”. Con una evolución siempre ascendente, en cada trabajo idea nuevas soluciones que le permiten llegar hasta aquí. Es verdad que no hemos citado sus cortos documentales, porque esos quizá si entran en la categoría del realismo socialista sin grandes elementos de destaque. No obstante, debemos cerrar este texto con una pequeña joya, uno de esos proyectos que pudieron ser y que dejan ver un cineasta de todavía mayor envergadura. Frescos de Kiev (Kivski Freski, 1966) es un conjunto de tests de cámara que el realizador tomó en la capital ucraniana y que nunca llegó a terminarse. La idea era realizar un retrato coral y contemporáneo de la ciudad en la que se viesen representadas distintas profesiones. Hubiese sido el único film urbano, situado en una época actual, de su autor. Lo que se puede ver hoy es la edición realizada por su director de fotografía, Oleksandr Antypenko, para rescatar al menos algo de la cinta. La aproximación claramente no era narrativa, Paradzhánov pretendía filmar diez “cine-frescos” de corte expresionista. Los retratados reciben un tratamiento pictórico y todo parece ligado por un sueño compartido, dejando una sensación muy similar a la de algunos films de Andrei Tarkovsky, como El espejo (1975). De hecho, ambos eran amigos y se influyeron mutuamente durante toda su carrera.

Paradójicamente, la negativa de las autoridades de Kiev a continuar con este proyecto tras ver las pruebas de cámara permitió a Paradzhánov aceptar un encargo del estudio Hayfilm en Armenia: un biopic de su poeta nacional, Sayat Nova. El cineasta deja Ucrania y aquí empieza otro capítulo de su filmografía, uno bastante más conocido sobre el que seguro no es necesario añadir ningún golpe más de teclado. Si todavía no se conoce su filmografía, empiécese precisamente por Sayat Nova (El color de la granada).