El debut de Sofia Exarchou logra escapar de la tendencia dominante en el cine griego de autor contemporáneo (muy influido por Yorgos Lanthimos) y ofrece una vía alternativa, menos rígida y más empática, para acercarse a quienes habitan un país en crisis. El protagonismo recae aquí en un puñado de jóvenes, que bien podrían ser primos lejanos (con una situacion económica peor) de los de Larry Clark. Su espacio no es una pista de skate, sino unas instalaciones deportivas en estado de degradación que en 2004 formaban parte de la Villa Olímpica de Atenas. La metáfora es evidente, pero Exarchou no cae en los subrayados ni en los golpes bajos; prefiere observar los cuerpos y los ritos de esos adolescentes en un espacio del que se han apropiado. Aunque se intuyen los hilos de un relato dramático, uno de los grandes aciertos de Park es su suspensión narrativa, su vagabundeo acorde a las vidas de sus personajes.

Situando la cámara cerca de sus criaturas, Exarchou consigue que estas hablen a través del contacto físico y no tanto mediante palabras. El grupo de chicos (en el que una chica, pareja de uno de ellos, impone su personalidad alejada de los clichés de lo femenino) funciona como un colectivo al borde de la marginalidad al que no se somete a juicio. No hay condescendencia ni truculencia en Park, solo un retrato del aquí y el ahora. La posibilidad de la violencia y la precariedad económica forman parte de ese presente (y dan lugar a alguna escena obvia, como la de unos congresistas que lanzan billetes a uno de los jóvenes), pero Exarchou tensa la cuerda sin romperla y ello da lugar a una película abierta, sin moralejas, en la que el espectador puede completar el cuadro.