La primera escena de Paulina, un plano-secuencia de ocho minutos, podría ser perfectamente la continuación de El estudiante, debut en el largometraje del argentino Santiago Mitre. Esta vez no se trata de una asamblea universitaria sino de la charla –igual de descarnada y llena de cinismo– entre un influyente juez (Oscar Martínez) y su hija Paulina (Dolores Fonzi), que ha decidido abandonar su promisoria carrera judicial para embarcarse en un proyecto como maestra rural en la zona más profunda y desfavorecida de la región de Misiones para dictar unos talleres de formación política. ¿Cuáles son los motivos que llevan a una mujer brillante, moderna e independiente a dejarlo todo y emprender un viaje en semejantes condiciones? ¿Acto de rebeldía, voluntarismo, militancia, hartazgo frente a una vida demasiado previsible? El diálogo (in)tenso entre padre-hija deja en claro que las contradicciones generacionales, los muy diferentes puntos de vista de cada personaje y los postulados de la corrección política estarán en el centro del debate, provocando y obligando al espectador a que se replantee una y otra vez sus convicciones, sus certezas.

Porque Paulina es no sólo una película política como El estudiante sino también una propuesta incómoda, capaz de dejar perplejo al espectador ante cada uno de sus conflictos (muchos de ellos extremos), pero también por cómo los personajes, sobre todo el de Paulina, absorben y reaccionan frente a los hechos que enfrentan. Así, por momentos, uno está más cerca del “reaccionario, conservador y resentido” del padre que de la chica joven, bella y feminista.

Inspirado en el clásico argentino La patota (Ultraje) de Daniel Tinayre con Mirtha Legrand –hay algunas semejanzas generales, un par de tomas en “homenaje” y una locación principal (un edificio no terminado y abandonado) que reaparecen aquí–, el film de Mitre coescrito con Mariano Llinás (Historias extraordinarias) desarticula la veta más religiosa del original para convertirse en un desafiante ensayo sobre las convicciones más intelectuales que místicas. ¿Cómo reaccionar frente a un hecho tan duro como una violación seguida de embarazo? Paulina se arriesga con un juego pendular en el que podemos empatizar con y a los pocos segundos rechazar por completo a Paulina (sus decisiones, acciones y omisiones). ¿Se trata de una necesidad íntima de perdonar o aceptar una desgracia por culpa, lástima o compasión ante las profundas injusticias sociales y las diferencias de clase? Cuando para ella se abre un abanico que podría ser más tranquilizador (un aborto, ayuda profesional y el castigo a los culpables de semejante acto de violencia y humillación) la película se torna cada vez más inquietante y desafiante para el público con dilemas éticos y morales que, otra vez, remiten a la mencionada El estudiante.

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Más allá de algunos pasajes donde el uso de la cámara en mano pegada a los personajes (un recurso dardenniano) transmite la precariedad y urgencia de la situación y del buen aprovechamiento de las locaciones naturales, Paulina es, sobre todo, una película de actores. Sobre ellos –especialmente sobre la heroína/mártir que interpreta Fonzi, pero también sobre las contundentes apariciones de Martínez– descansa y se sostiene la potencia dramática, y por momentos emocional, de un film que desperdicia un poco a los personajes secundarios (los integrantes de la patota, el ex novio de Paulina que interpreta Esteban Lamothe) y que tiene algunas escenas, y varios diálogos y usos de la voz en off, que resultan demasiado forzados y didácticos, como para justificar exclusivamente ciertas vueltas de tuerca o reacciones posteriores.

De todas maneras, más allá de esos pequeños pasajes que le quitan un poco de fluidez y credibilidad al relato, Paulina resulta una película audaz e inteligente, capaz de manejar muy bien las diferentes lógicas de cada personaje. Una cualidades que no abundan en el cine industrial argentino (hay que advertir que Paulina se aleja de los estándares de la producción independiente de bajo presupuesto).