A medio camino entre el cine-ensayo y el ejercicio poético, Penèlope, la nueva película de Eva Vila Purtí, sumerge al espectador en una exploración del transcurso del tiempo que tiene tanto de conceptual como de sensorial. La pausa con la que la directora del documental Bajarí explora la orografía, las costumbres y los rostros que pueblan Santa María D’Oló (al norte de la provincia de Barcelona) se hermana con la capacidad para articular imágenes simbólicas, algunas surgidas de la puesta en escena, como cuando se superponen el rostro de un hombre viejo, unas telarañas y unos susurros procedentes del pasado, y otras surgidas del artificio cinematográfico, cuando se superponen dos rostros, uno viejo y el otro joven, mientras una voz en off expone el miedo a reencontrar al ser amado y que este no te reconozca. Un frase extraída de La odisea de Homero, que hace las funciones de hilo conductor de una película que toma como quebradizo hilo narrativo el retorno de Ulises a Ítaca y la larga espera de Penélope, dos figuras que Vila Purtí utiliza como mediadoras de una reflexión sobre la vejez, la prevalencia de la memoria y la naturaleza cíclica de la existencia.

En el corazón de todo este despliegue meditativo, la cineasta barcelonesa planta la semilla de una parábola política que remite al trabajo de Pier Paolo Pasolini con los mitos, en películas como El Evangelio según San Mateo, Medea, Pajaritos y pajarracos o Edipo Rey. Ahondando en la mitología para resquebrajar, y al mismo tiempo iluminar, un cierto desconcierto contemporáneo, Penèlope vampiriza el texto homérico y lo confronta con una realidad en transformación. Un ejercicio de adaptación libre con el que Vila Purtí revela que una “crisis” (existencial, social, nacional) puede devenir en un “proceso”: una ocasión para la renovación y el choque de ideas, por muy melancólicas que estas puedan resultar. Mediante sugerentes piruetas formales con el espacio fílmico y el sonido, Penèlope dirime la modernización de una sociedad capaz de dar el salto del “Consultorio de Elena Francis” a la discusión racional sobre el independentismo catalán, mientras en el trasfondo suenan las sabias palabras de la filósofa Marina Garcés y su preferencia por los mapas geográficos en detrimento de los mapas de estados.

En el parsimonioso y a la vez denso magma de ideas que pone en juego Penèlope, los arquetipos heroicos de Ulises y Penélope se vacían de contenido épico y se llenan de humanidad gracias los cuerpos viejos y las personalidades rugosas de Ramón Clotet Sala y Carme Tarté Viladrell. En algunas de las mejores escenas del film, la relación de Clotet Sala con su entorno pone en juego la dialéctica de lo individual y lo comunitario, que toma forma en los espacios vacíos, en ruinas, y en las tradiciones grupales: bailes, procesiones, sobremesas animadas… Mientras que la presencia de Tarté Viladrell llena la pantalla de dignidad y entereza: el cuerpo de la anciana puede parecer frágil, sus sentidos mermados, sin embargo su resiliencia resuena con una fuerza conmovedora. Emociones que Penèlope acompasa al son de unos temas musicales que aparecen firmados por Juan Sanchez “Cuti”, pero que podrían ser un préstamo del Clint Eastwood más crepuscular. Así habla esta película de múltiples capas y de encuadres con bordes ensombrecidos, una obra que sabe hacer del estudio de la memoria y la búsqueda de la identidad un territorio fértil para la ponderación de la realidad presente: alimento para el pensamiento en tiempos de incertidumbre.