Las dos primeras secuencias de People That Are Not Me –primero, una relectura en formato home movie del primer episodio de El amor de Rossellini; y luego unos títulos de crédito “de seguimiento” que remiten al arranque de Millenium Mambo– perfilan una ecuación fílmica difícil de resolver. Un planteamiento dialéctico, entre naturalismo y formalismo, que por fortuna mantiene viva su capacidad de sorpresa a lo largo de toda la película. Un proceder imprevisible que funciona como el perfecto contrapeso al inamovible núcleo físico y narrativo del film: la figura de la joven Hadas Ben Aroya, protagonista, directora y guionista del film. Planteada como el impúdico retrato de una joven narcisista atrapada entre una dolorosa ruptura sentimental y el surgimiento de un nuevo objeto de deseo, People That Are Not Me tenía todos los ingredientes para convertirse en una obra formulística: otro estilizado autorretrato millenial sobre el desamparo sentimental y la inmadurez crónica, otra voz joven y perfectamente autoconsciente para el club de Lena Dunham o Xavier Dolan. Sin embargo, lejos de sumarse a ningún clan, Ben Aroya decide ir por libre. Esquivando los cantos de sirena del cine pop, del manierismo más estridente y del perfecto autocontrol, esta fascinante ópera prima apuesta por el verdadero exceso. Una desmesura que poco tiene que ver con los continuos desnudos de la protagonista o con el breve inserto (muy eficiente en términos humorísticos) del vídeo de Youtube de un simio orinando en su propia boca. El interés de People That Are Not Me reside en el modo en que Ben Aroya prolonga las secuencias del film, demostrando una notoria incapacidad para dejar de observar a sus criaturas, una persistencia de la mirada que la emparenta con John Cassavetes.

La referencia al director de Una mujer bajo la influencia no es baladí. Este crítico recuerda a muy pocos jóvenes directores o directoras contemporáneas que, como Ben Aroya, sean capaces de “estar con” sus criaturas de un modo tan comprometido y al mismo tiempo tan poco posesivo (el norteamericano Sean Baker es el único nombre que me viene a la cabeza). Una cercanía física y espiritual con los personajes que desemboca en un film extremadamente volátil: en ocasiones, la cámara se pega a la protagonista para capturar la vulnerabilidad que se oculta tras su altivez y autonomía; otras veces, el plano general permite comprender el desamparo de los personajes, encerrados en sus pequeñas fortalezas de soledad. Una diversidad de enfoques que pone de manifiesto el cuidado trabajo de puesta en escena del film. De hecho, más que en sus efectivos gags humorísticos, y más que en el retrato de una generación de artistas que no pueden vivir del arte, la fuerza de People That Are Not Me radica en las proximidades y distancias entre los protagonistas, cuando no en su aislamiento. 

Durante la última década, hemos visto cómo la comedia yanqui reclamaba para la mujer el viejo arquetipo del niño grande: tocado por una mala educación sentimental, proclive al ensimismamiento y condenado a protagonizar escenas vergonzantes. Todo ello confluye en la antiheroína de People That Are Not Me, una aspirante a videoartista cuyos principios –afirma tener muy claros los límites de la amistad y la dependencia sentimental– se desmoronan en cuanto se descubre sola entre las paredes de su apartamento. Construida como un collage de escenas ensambladas en aparente desorden, la película maneja con habilidad los crescendos emocionales y sabe exprimir sus cebos narrativos (la palma cómica se la lleva la fantasía sexual de un noviete petulante y querible). Así, empleando una narrativa voluble, y desdibujando los géneros cinematográficos mediante la mirada obstinada a una realidad próxima, People That Are Not Me regala al espectador un torrente de hallazgos, el mayor de los cuales podría ser un final que remite, desde la gestualidad más salvaje, a la desesperada e inolvidable clausura de Vive l’amour de Tsai Ming-liang.