Fernando Bernal (Festival de San Sebastián)

Mati Diop lleva tiempo buscando y trazando conexiones entre sus raíces senegalesas –es hija del músico Wasis Diop– y su ciudadanía europea, marcada por su nacimiento en París en 1982. La cineasta y actriz –ha trabajado con Claire Denis y Matías Piñeiro– ya exploró esta tensión identitaria en el mediometraje Mille soleils (2013), donde tomaba como punto de partida la película Touki Bouki (1972) –filmada por su tío, el senegalés Djibril Diop Mambéty– para rastrear las huellas de uno de sus protagonistas, que se quedó en Dakar mientras la mujer de la que estaba enamorado partía del país en busca de otra vida mejor. 

El exilio, la emigración y lo fantástico están muy presentes en el cine de Diop, como se pudo comprobar en Atlantique(2019) –Gran Premio del Jurado en Cannes–, donde un grupo de trabajadores sufre un accidente en su camino desde Senegal a Europa. Luego, las sombras fantasmagóricas de estos trabajadores regresan para ajustar cuentas con su pasado y con su país. Ahora, en Dahomey, Diop se traslada a Benín, y el Atlántico sigue siendo ese océano que se lleva las historias y devuelve recuerdos, o directamente entrega espectros. Ahora los exiliados se convierten en una presencia visible y física gracias a una colección de tesoros reales que Francia devuelve al país de donde fueron saqueados por las tropas coloniales en 1893. Más de 130 años fuera de su lugar de origen cautivos en un museo extraño, alejados de sus raíces.

La directora afincada en Francia inaugura con Dahomey la sección Zabaltegi-Tabakalera del Festival de San Sebastián después de ganar el Oso de Oro de Berlín. Tras AtlantiqueDahomey supone el regreso de Diop al documental, un género que aborda de una manera muy personal, acercándolo a la no ficción y convirtiendo el soporte de su relato en un doliente cuento de fantasmas. La película arranca en un museo, pero que está lejos de la observación realista y transparente que podría ofrecer Frederick Wiseman, y tiene más que ver con Cemetery of Splendour de Apichatpong Weerasethakul por su forma de afrontar la vigilia y el sueño, donde la realidad y lo sobrenatural comparten espacio.

Dahomey comienza retratando la actividad de los operarios de un museo, durante la preparación de las piezas arrebatadas. Diop alterna los planos grabados por su cámara con los que capturan los dispositivos de seguridad del propio museo, estáticos y ensimismados, revelando más bien el espacio de lo que fue una cárcel para las obras de arte, hasta sumergirnos en “una noche oscura y opaca” que es el principio y el fin de todo. Luego, el film se centra en la preparación del nuevo museo en Benín, que acogerá las piezas “exiliadas”, mientras sus nuevos propietarios describen al espectador los orígenes de cada tesoro, su conformación material o para qué se utilizaron en su momento. Son piezas que reflejan su propia historia, que rememoran hechos para que estos no se olviden, y la vez son la memoria de todo un país.

Este planteamiento inicial acoge otras dos películas armoniosamente integradas en su interior: esa historia de fantasmas antes referida y un debate académico e historicista sobre el expolio. Diop decide dar voz a una de esas piezas, que verbaliza sus reflexiones, su sufrimiento y sus miedos de volver a una tierra que le puede resultar ajena, tras más de un siglo lejos de Benin. No tiene nombre, responde a un número, “simplemente 26” (“¿Por qué no me llamaron por mi nombre?”, se cuestiona). Así se presenta la figura que ejerce como narrador espectral y que confiesa que no soñaba con volver a ver la luz del día ni tampoco a abandonar un día su cautiverio. Como el resto de sus compañeros de viaje, se siente desubicado, víctima de un saqueo, desarraigado y ahora teme no ser reconocido por la gente de su país.

Este asunto lo resuelve Diop en el tercer acto del film, protagonizado por un grupo de estudiantes de la Universidad de Abomey-Calavi, en el sur de Benín, que discuten sobre el valor de la devolución de esas piezas y sobre la injusticia que la metrópoli cometió sobre su pueblo un siglo atrás. En ese momento, la cineasta deja fuera de campo a su protagonista, y abandona la narración casi espectral y repleta de misterio, para dejar que los jóvenes sean los que respondan las dudas de “número 26” y, al mismo tiempo, a las cuestiones que plantea la propia película, pero eludiendo los elementos básicos de un documental de testimonios –las declaraciones a cámara, por ejemplo, o la enumeración reiterada de datos históricos– para escuchar a los jóvenes universitarios.

A través de ellos, el film plantea un debate que versa sobre la inmigración, el colonialismo, la identidad, la memoria, el respeto al pasado, el sistema educativo e, incluso, la propia función de los museos. Un reto ambicioso que Diop resuelve con sencillez y una poética que emana de la sensibilidad con la que recrea el pensamiento de las obras de arte transformadas en fantasmas y con la atención que presta a los miembros de una generación que creció “viendo Avatar y Tom y Jerry”, de espaldas a su propia historia. Al mismo tiempo, la cineasta se aferra a un patrimonio inmaterial –bailes, tradiciones, conocimientos, costumbres– que nunca ha perdido el país. Así, Dahomey brilla como una obra cargada de un fuerte peso político, que se equilibra gracias a un lirismo de aries mágicos para convertirse en un nuevo hallazgo dentro de la apasionante filmografía de su creadora.