Renan Camilo

Miguilim miró. ¡Ni no podía creer! Todo era una claridad, todo nuevo y lindo y diferente, las cosas, los árboles, los rostros de las personas. Veía los pequeñitos granos de arena, la piel de la tierra, las piedritas más pequeñas, las hormiguitas paseando en el suelo a una distancia. Y mareaba. Aquí, allí, Dios mío, tanta cosa, todo… (Guimarães Rosa)

Un chico vivía con su madre, su padre y sus hermanos en un pequeño pueblo, pequeño de verdad y no muy interesante, pero para él sí muy importante. Siempre callado, observándolo todo, se ponía a pensar que más allá de la pequeñez de su tierra debía haber cosas que él mismo no era capaz de imaginar, lo que le provocaba una inquietud tremenda. De allí salió por primera vez a los dieciséis años para averiguar si todo lo que leía en los libros y veía en la tele realmente acontecía en el mundo. Algunos años más tarde y ya lejos de aquel lugar original, el chico descubrió que sí: todo lo que había leído y visto acontecía en el mundo, pero con mucho más movimiento, ambigüedad y emoción. El chico no sólo descubrió la poesía del mundo, sino también la poesía del cine. Esta crónica se inspira en su relato.

El cine, pensado a partir de la «poética» de Bazin, es un lenguaje que da forma a imágenes impregnadas de realidad, pero no la realidad visible, no una reproducción de lo real, sino su verdad, es decir, una realidad atravesada por la mirada, la búsqueda de un individuo, en este caso, el director de cine. Es esta mirada la que perfila la relación entre lo que es y lo que se muestra en la pantalla, que luego se completa y adquiere mayor ambigüedad si cabe en su encuentro con el espectador. Los films del fisiólogo Étienne-Jules Marey, por ejemplo, estudian los movimientos mecánicos, fisiológicos de los animales y seres humanos (realidad visible) para revelar «instantes invisibles, posiciones transitorias y la belleza de las potencias del cuerpo» (verdad esencial).

Fueron estos instantes invisibles que nuestro chico descubrió en el mundo y especialmente en el cine. «El doctor sacó las gafas y las puso en la cara de Miguilim. Y Miguilim miró a todos, con tanta fuerza. Salió allá, fuera. Miró el bosque oscuro arriba de las montañas, la casa, el corral, el cielo, el jardín; los ojos redondos y los vidrios altos de la mañana. Miró, aún más lejos, el ganado pastando cerca del pantano. El verde de las palmas en las veredas. ¡Su tierra era muy bonita, ahora él lo sabía!».

Tanto Marey como el chico captan imágenes en su estado más puro, sin la necesidad de concluir o encadenar acciones, «sino más bien una relación onírica, por mediación de los órganos de unos sentidos que se han emancipado», como nos enseñaría Deleuze. La emancipación de los sentidos que logra el arte cinematográfico es la emancipación misma de quien se deja conmover por la imagen. Entre la realidad y la imaginación, el cine surge como un catalizador estético y la imagen, esta situación óptica y sonora pura, deviene el producto último de la mirada del director.

Inspirada por el primer libro escrito por su padre, el sociólogo Roberto Carri, la cineasta porteña Albertina Carri viaja a Chaco, provincia de Argentina, siguiendo las huellas de Isidro Velázquez, el último ladrón de ganado del país, abatido por la policía en 1967. Cuatreros es una historia con leyendas, familias, política y cine. Se trata unas veces de la banalidad cotidiana y otras de las circunstancias excepcionales, como el hecho de no encontrar certezas mientras se construye el film, o de las circunstancias límite, como fueron las dictaduras en Argentina y toda América Latina.

Pero Cuatreros es también «una película sobre el lenguaje», una batalla sobre los retos que tiene que afrontar el cine en términos gramaticales y semánticos. «Es una performance que atraviesa el espacio cinematográfico para escaparse de los cánones que están instalados en el cine». A partir del trabajo de archivo, la directora evoca los recuerdos, la memoria de su familia y de su país, y hace presente un conjunto de imágenes del pasado, que no constituyen una realidad ya descifrada, sino que apunta a una realidad por descifrar, siempre ambigua. Desde la idea de la unicidad del yo y cierta imposibilidad de encontrarla, escuchamos una voz interior que va y viene, se pregunta y se desdice, avanza y retrocede, recuerda y se olvida, todo eso como sistema de supervivencia. La película no crea una única imagen nueva, sino que filtra una multitud de las mismas desde el pasado para que así puedan abrirse a su propia infinidad.

Otro director argentino que nos pone delante de imágenes con muy poco contenido narrativo para así sopesar y evaluar una realidad que puede devenir horrible es Gastón Solnicki. Su casi impronunciable Kékszakállú (2016) es el retrato de diversas mujeres jóvenes de una clase social argentina abastada que se encuentran en estados indeterminados: con sus propios cuerpos, entre sus amantes y amigos, encarceladas en el aburrimiento de sus pisos en la urbe y en sus casas de campo, en una cultura marcada por la crisis económica y espiritual.

El horror, es el horror de cuerpos en un estado de alienación y de ausencia de estímulos no necesariamente vitales, sino sociales y emocionales. La gran paradoja de estar en un lugar, como Punta del Este, en Uruguay, diseñado para el lujo, para el placer y el ocio, pero donde de alguna forma estos personajes terminan encerrados, descubriendo el lago de lágrimas que pueden ser sus propias piscinas.

Dicha relación entre el ser humano y el espacio arquitectónico que lo rodea es una constante en toda la película, algo que tiene un impacto directo en la puesta en escena, que apuesta por un naturalismo que tantea las formas teatrales. El artificio de la cámara y su encuadre estudiado se va desarrollando en momentos prolongados de languidez y relajado tedio. Antes de que aparezca el título de la película en pantalla, después de unos 20 minutos de metraje, las figuras humanas parecen flotar aturdidas en ese limbo de imágenes rígidas.

Cuerpos vaciados de emoción y presos de una arquitectura fría, de concreto. Kékszakállú es la pérdida de esa capacidad de Miguilim de mirar fuerte al otro, de ir allá, afuera y dejarse conmover por las imágenes del mundo. Quizá sea también un retrato de la supuesta autosuficiencia que engendra el capitalismo en las clases sociales en ascensión, un miedo de ser menos fuerte, de ser tomado por el otro como esclavo o de ser engañado, de ser atraído por el otro. Y así se encierran en una jaula de vidrio y concreto armado.

Por cierto, estar enfrentándose con el otro, encontrándose con el otro, más ahora, es considerada una cuestión muy filosófica. La cineasta francesa Claire Denis corroboraba que «si camino por la calle puedo encontrarme con la gente, puedo decir buenos días, ¿qué tal?, pero la intrusión es un concepto que contiene lo que es la humanidad. Un miedo del otro, un miedo de que algo te sea robado por el otro, así que al hacer películas es posible describir un pequeño movimiento en la percepción al encontrarse con el otro».

Gabe Klinger, director de Porto, propone la realización de este movimiento de intrusión que emprenden dos cuerpos extraños. Si encontrarse con el otro es una cuestión filosófica, ¿qué decir del amor? En su Banquete, Platón, a través de la voz de Aristófanes, dialoga respecto a la naturaleza de Eros: la aspiración al todo, a llegar a ser uno. Es un impulso que lleva a los seres humanos a desear, a partir de la multiplicidad, la unidad que caracteriza su verdadera naturaleza, que es la restauración de la falta, de la ausencia.

Para Aristófanes, el anhelo de un amor completo apunta también al deseo metafísico por el otro, deseo propio de cada ser humano dividido, solitario. Este deseo, esta búsqueda del otro es la definición misma del amor, del erotismo. Y es lo que expresa la mirada que Jake (Anton Yelchin) y Mati (Lucie Lucas) se lanzan uno al otro cuando por azar se conocen en Oporto, Portugal. El acercamiento del director a este deseo metafísico se deja caer sobre cuatros elementos que definen su obra –cuerpo, memoria, tiempo y ciudad–. Desde la mirada, ambos personajes despiertan sus deseos y se entregan a una de las intrusiones más fuertes, el sexo. Pero la intrusión real ocurre entre los personajes mismos: el espectador ve la escena, pero en imágenes impresionistas, cargadas de afecto, poesía y misterio, con cuerpos filmados en una textura oscura, con más sombras que luces.

A pesar de la fugacidad, el encuentro provoca huellas en estos cuerpos. La memoria de los dos se ve impregnada del sentimiento misterioso que vivieron juntos y esos recuerdos regresan lentamente al presente. Por cierto, Klinger plasma una discontinuidad temporal modificando el formato de la pantalla, ora en 16mm, ora en 35mm, distinguiendo visualmente el tiempo del recuerdo y el del presente de los personajes. Finalmente, la ciudad, Oporto, se transforma ella misma en un personaje de luces, sombras y nieblas, tan misteriosa y apasionante como puede ser este deseo mismo por el otro.

Nota: esta crónica está dedicada al 17º Festival de las Palmas de Gran Canarias, en cuyas pantallas se proyectaron las películas aquí mencionadas. Especialmente porque el festival provoca en el chico que vivía con su madre, su padre y sus hermanos en un pequeño pueblo lo mismo que las gafas provocan en Miguilim: una comunión entre lo imaginario y lo real, entre lo físico y lo mental, como si lo real y lo imaginario corrieran el uno tras el otro.