Manu Yáñez (Bilbao)

Como viene siendo tradición, Zinebi –el Festival Internacional de Cine Documental y Cortometraje de Bilbao– ofrece este año una cuidada muestra de la producción nacional en materia de cortometraje. En sendas sesiones dedicadas a los cortos españoles y vascos, el certamen bilbaíno ha perfilado una serie de tendencias formales y temáticas, cumpliendo así una función de brújula estética e ideológica. Desde este punto de vista, la edición de 2024 de Zinebi ha dado cuenta de la inclinación de los cortometrajistas españoles a abordar los conceptos de Historia y ausencia, distanciándose de la ortodoxia narrativa para hallar modos singulares de poner en relación la memoria personal y social con un presente marcado por las disfunciones afectivas y las batallas identitarias.

En la estimulante Campolivar: La casa del meu pare, Alicia Moncholí Lueje emplea un conjunto de cintas de caset y mensajes telefónicos reales para evocar los fantasmas de una infancia marcada por la difícil relación con la figura paterna. Esta premisa podría llevar a imaginar una obra marcada por la crudeza testimonial, sin embargo, la apuesta de Moncholí Lueje por explorar, desde lo visual, un registro fabulístico inmuniza la película contra la sordidez, sin dejar de perfilar una hondura dramática. Así, mientras la banda de sonido y el archivo fotográfico exorcizan una serie de heridas del pasado (desde la dura separación de los padres hasta la decadencia del progenitor), las nuevas imágenes filmadas por la cineasta alumbran un territorio fronterizo entre la autobiografía imaginaria y el cuento de tintes siniestros. La cámara siente atracción por las superficies acuosas, como ocurre en la obra de Lucrecia Martel, pero luego se asienta sobre unos tableux vivants que no desentonarían en una película de Wes Anderson. En el fondo del proyecto de Moncholí Lueje palpita el talento que poseía Carlos Saura para observar, desde la perspectiva sensible e inocente de la infancia, la cara más turbia del mundo de los adultos. Aunque cabe señalar que Campolivar esquiva toda nostalgia y abraza una estética contemporánea. Afín a la impureza y el desbordamiento audiovisuales, la película perfila una alegoría memorística aliñada con imágenes de Google Earth, inmersiones submarinas y noches iluminadas con haces de luz resplandecientes.

En un registro más sosegado e igual de inspirado, Miguel Ángel Ferreiro expresa en su cortometraje Esperar trenes un interés por construir una cierta poética del rostro a partir del magnético trabajo de la actriz Eva de Diego. El escenario, a priori, resulta conocido: un cierto angst adolescente, trazado en clave melancólica sobre una puesta en escena sobria y delicada. Los planos fijos insinúan una estabilidad expresiva, pero la evolución del relato va decantando la representación hacia lo evanescente, hacia la idea de desaparición, como si una película de Jonathan Glazer pudiese transformarse en una de Mia Hansen-Løve. De hecho, cuando los espacios vacíos encuentran acomodo en la película, la imaginación del espectador empieza a hacer equilibrismos sobre frontera entre lo tangible y lo fantasmagórico. En este sentido, el empleo del formato analógico juega un papel clave, ya que expresa el compromiso de Ferreiro con la realidad física. Luego, para entender el modo en que Esperar trenes transita por desvíos oníricos y pliegues espectrales no queda otra opción que remitirse a la magia del cine.

En un terreno más próximo a la idea de archivo audio/visual, cabe destacar el magnífico trabajo de Tamara García Iglesias en Locas del ático, un cortometraje que comienza evocando, de la mano de una cierta ficción, el encuentro entre los imaginarios de Marguerite Duras y Jacques Lacan (cabe recordar que el segundo escribió en 1965 un Homenaje a Marguerite Duras, por el arrobamiento de Lol V. Stein). Tras este pasaje inicial, la cineasta vasca –que ya demostró su interés por el cine conceptual en la reciente Zarata– conduce al espectador hasta la célebre figura del neurólogo francés Jean-Martin Charcot, inventor de la dolencia médica de la histeria. Desde la dirección del hospital de La Salpêtrière, y afanado en conformar una iconografía de la histeria, Charcot elaboró un peculiar catálogo de imágenes de mujeres abocadas a la exaltación, la tristeza, el ensimismamiento, la beatitud… Desde la perspectiva de García Iglesias, este dispar conjunto de imágenes parece certificar la intención de censurar una sensibilidad femenina decantada hacia la rebeldía o la inadecuación respecto al orden social; una impresión que lleva a la cineasta a representar el macabro deseo de algunas mujeres por convertirse en modelos de Charcot (un episodio reconstruido ficcionalmente con imágenes de la película argentina Nuestra escuela, de 1920). De hecho, esta tensión entre el anhelo de emancipación y la tentación de la sumisión se apropia de la recta final de Locas del ático, cuando la pantalla partida (por una línea horizontal) acoge imágenes de películas de las décadas de 1920 y 1930, dirigidas por Germaine Dulac, Man Ray o Louis Feuillade. En la mitad inferior de la pantalla, se ahonda en el cliché de la histeria femenina, mientras que, en la parte superior, se recogen estampas de violencia sobre las mujeres ejercida por figuras masculinas. “La mirada del otro que nos construye como objeto de deseo”, apunta una voz en off, a lo que García Iglesias responde con una relectura crítica de una serie de imágenes fundacionales del arte cinematográfico.

Por su parte, el vigués Fon Cortizo también propone un singular viaje memorístico en Abellón, cuyo título hace referencia a una práctica funeraria que tenía lugar a principios del siglo XX en las Rias Baixas. En aquel ritual fúnebre, tenía un peso importante la figura (y sobre todo el zumbido) de la abeja, que actuaba como mediadora entre el mundo de los vivos y los muertos. Este motivo histórico se materializa en el cortometraje de la mano un apicultor que debe lidiar con la vejez de su abuelo y su rol de padre de un niño pequeño. Sobre esta premisa, Cortizo elabora un alambicado juego narrativo en torno al concepto de la audiodescripción, ese acompañamiento oral pensado para los espectadores ciegos. En un principio, Abellón presenta un ejercicio de audiodescripción clásico, en tercera persona y revestido de objetividad. Sin embargo, la cosa se complica cuando se descubre que quién pone voz a la audiodescripción es el actor que da vida al apicultor, que además iniciará un diálogo con una chica ciega que se propondrá audiodescribir sus sueños. De esta manera, mediante este laberinto metanarrativo de tintes borgesianos, Cortizo va en busca de los límites de lo visual y lo narrativo en su representación del peso de las herencias familiares.

La preocupación acerca de los legados sociales, culturales y naturales aflora también en El mapa del agua, cortometraje documental de Carlota González Gómez que se inaugura con unos versos en los que el poeta Vicente Medina contrapone las nociones de aridez y frondosidad. Luego, en su aproximación a la huerta de Murcia, la cineasta aborda un conjunto de temáticas urgentes, desde el vaciamiento de las comunidades de agricultores hasta el drama de la sequía (y, de forma indirecta, las inundaciones que llenan los noticiarios), desde los males de la explotación agrícola intensiva a la persistencia de un conjunto de tradiciones empujadas a la extinción. A medio camino entre el afán de testimoniar y la búsqueda de un lenguaje poético, González Gómez explora un conjunto de memorias obstinadas –representadas a través de testimonios orales y archivos fotográficos– sin dejar de aludir a un horizonte crepuscular. Así, echando mano de un sofisticado y envolvente trabajo sonoro, El mapa del agua se sitúa en un lugar equidistante entre la práctica del documental observacional, la labor antropológica y un sensible estudio del paisaje.

Por último, al margen de toda posible categorización y enarbolando la bandera del misterio, la bilbaína Alex Reynolds perpetra en Horizontal un enigmático retrato familiar con los papeles cambiados. Y es que, en este cuento cálido como un abrazo y frío como la noche, una niña pequeña llamada Billie se encarga de cuidar de un padre llamado Nilo. El padre apenas se tiene en pie y tose agónicamente, mientras que la hija se encarga de conducir, cocinar y vigilar los alrededores de la casa en la que transcurre el relato. Horizontal podría verse como una versión extrema de Madre e hijo de Alexandr Sokúrov, o como una relectura extrañada del conflicto maternofilial de Rosetta de los hermanos Dardenne. Pero, si imaginamos una carrera por alcanzar un mayor grado de abstracción, este cortometraje supera a sus obras antecesoras. Del lado luminoso, Horizontal alumbra un detallado conjunto de indicios de cuidado y ternura. Del lado tétrico, la película despliega una colección de signos de enfermedad, aislamiento y sufrimiento, además de un cierto desorden de responsabilidades. Que este viaje disfuncional logre esquivar el moralismo en pos de una meditación sobre la inexplicable fortaleza de los lazos familiares debe considerarse un discreto y a la vez mayúsculo triunfo cinematográfico.