Gonzalo de Pedro Amatria

De todos los festivales de cine documental nacidos más o menos a comienzos de siglo (Documenta Madrid, Doclisboa, Punto de Vista…), Doclisboa, que como el FIDMarseille ha eliminado el término “documental” de su nombre, pasando a ser solamente Festival Internacional de Cine Doclisboa, es el que de forma más clara apunta, sobre todo en los últimos años, hacia una politización del cine, entendido como una herramienta de conocimiento y transformación del mundo, y no solo de contemplación, goce, disfrute o mucho menos consumo. Con cada nueva edición, resulta más claro que Doclisboa aspira a problematizar nuestra relación con las imágenes, y a través de estas, nuestra relación con el mundo, además de ser un espacio de pensamiento incómodo, necesariamente crítico, y profundamente político en toda la extensión del término, y en toda su dimensión cinematográfica: no solo en los temas, también en las formas, en su producción, en su distribución, en su relación con los espectadores.

Esta decimocuarta edición era la primera en que el festival procedía a una reorganización profunda de sus secciones competitivas, hasta el año pasado bastante dispersas de forma innecesaria, y en la línea de lo que ya apuntan otros festivales de relevancia internacional, agrupando en una misma competición los trabajos largos y cortos, y creando además premios transversales que afectan también a las secciones tradicionalmente no competitivas. Así, el festival luce mucho menos compartimentado, y más como un tejido vivo en el que las secciones se relacionan entre ellas, comunicándose, refutándose, reafirmándose, y tratando al mismo tiempo de evitar esa noción de centro y periferia que conlleva, parece que de forma natural, cualquier programación de un festival competitivo.

peter_watkins

Las dos retrospectivas centrales del festival, que suelen ser aquellas que de forma más clara muestran la línea editorial del certamen, y que funcionan como declaración de intenciones en su relación con el mundo y el cine, continuaban este año la línea profundamente problematizadora ya iniciada el año pasado con la retrospectiva sobre cine y terrorismo. Este año, la figura de Peter Watkins y una extensa retrospectiva sobre cine cubano y revolución, coproducida junto con el Museo Reina Sofía, y programada por el historiador y cineasta marxista británico Michael Chanan, volvían a situar en el centro del festival las siempre confusas relaciones entre cambio político, revolución, representación y el papel del cine en los cambios históricos. El trabajo de Watkins, que va mucho más allá de los ejercicios de representación y puesta en escena, y abarca un exhaustivo y profundo ejercicio de revisión y conocimiento histórico, dialogaba de forma inmejorable con la retrospectiva sobre el papel del cine cubano en la Revolución socialista, y su posterior acompañamiento y desencanto. De formas distintas, pero complementarias, las dos retrospectivas arrojaban sobre todo el festival la sombra de la necesidad de un cambio político, revolucionario, quizás, y de forma distinta, planteaban maneras en las que el cine debe relacionarse con el compromiso histórico, hacia delante, pero también hacia atrás, hacia el futuro, pero también hacia el pasado.

Tres operas (primas) políticas

Bajo esa sombra luminosa, tres trabajos breves, presentados en las secciones competitivas, ofrecían tres maneras muy distintas de entralazar política, representación, historia, memoria y futuro, y dos de ellos fueron reconocidos además por los jurados con algún premio o mención. El primero de ellos, Downhill, del joven cineasta portugués Miguel Faro, es un trabajo con material rugoso filmado en mini-DV por las calles vacías de Lisboa de madrugada, siguiendo las evoluciones de un grupo de skaters que subvierten el uso y disfrute tradicional del espacio público, convirtiéndolo en un terreno de juego donde lo imposible, lo casi utópico, se convierte en una capa más de lo real, aunque lo real sea solamente posible en ese espacio suspendido en el tiempo que constituyen las horas vacías de la madrugada. Rodado con un objetivo gran angular muy específico, el century optics mk1, y usando una cámara sony vx1000 descatalogada hace más de doce años, y refilmando en parte, como hacen los propios skaters, las imágenes a través del visor de la cámara, la película se construye en largos planos secuencia, trabajando con la imagen como si fuera pura materia de tiempo y espacio. Downhill pone en escena esa energía de la juventud capaz de convertirse en impulso puramente político. Deseo de ser piel roja, deseo de que el cuerpo subvierta el orden en el que usamos las calles, las escaleras, el tiempo y nuestros propios deseos.

azayz

Azayz, primer trabajo del joven marroquí Illias El Faris, es también una obra sobre los deseos, los cuerpos, lo posible y lo imposible. Siguiendo el paseo diario de un niño de apenas seis años, al borde del mar, en una ciudad costera marroquí poblada de surferos occidentales, Azayz pone en escena el choque entre el movimiento fugaz de los surferos y el tiempo estancado del joven protagonista, que en su paseo se encuentra con la realidad de su propia existencia. Pescadores, pulpos, rocas, y un paseo monótono que se opone a ese deslizar del deseo capitalista-escapista que representan los turistas y surferos. La política, en ambos cortometrajes, se introduce no a través del discurso, sino por el juego de las imágenes, los cuerpos y los espacios. Hacer política es también pensar cómo habitamos el mundo, y por tanto también cómo filmamos a quienes buscan la manera de habitarlo, siempre en conflicto, siempre en el filo de la contradicción. Si Downhill optaba por un formato subestandar como es el VHS, en un gesto entre matérico, estético y anti-hegemónico, Azayz opta por el Super 8, que puede ser el formato de la nostalgia, pero también el espacio del sueño, el grano del celuloide en el que habita lo que está por construir.

El tercero de los cortometrajes es la opera prima de Felix Rehm, The Bird and Us, que aborda una de las historias más conocidas por los historiadores del arte en relación a las nociones de valor y precio, y la propia definición de arte. Se trata del caso de una escultura del artista de vanguardia Constantin Brancusi, que comprada por un coleccionista norteamericano en 1926, quedó retenida en la aduana hasta que el importador no pagara los debidos aranceles. El conflicto residía en que la escultura, alejada de lo figurativo, no encajaba en la estrecha definición de arte que permitía la importación de objetos artísticos sin pagar aranceles comerciales, por entenderse que el arte no es, estrictamente, una cuestión comercial. La película, realizada con imágenes de archivo, reconstruye el juicio celebrado en el que se opusieron las dos definiciones tradicionales de arte, aquella que lo considera como una pura representación de lo real, “It resembles nothing and is useless”, dijo la acusación, y la del arte contemporáneo y moderno, que se aleja de la estrecha noción de representación mimética y realista. La película retrata uno de los puntos esenciales de la historia del arte en su conflictiva relación con el comercio, el consumo, y la vorágine capitalista, al entrelazar en un único acto el conflicto entre valor y precio, el coleccionismo frente a la acumulación capitalista, y las entonces conflictivas relaciones entre capitalismo y arte, que terminarían por encontrarse y abrazarse en años posteriores en un feliz encuentro especulativo. Un tiempo que queda fuera del tiempo narrado, pero que se hace presente como un enorme contraplano, externo al trabajo de Rehm.