La obra póstuma de Aleksey German, Qué difícil es ser un dios, nace de la obsesión del cineasta con la novela homónima de los hermanos Arkadiy y Boris Strugatskiy escrita en 1968. Este film de ciencia ficción arranca con un escenario que se asemeja al temprano Renacimiento. Sin embargo, una misteriosa voz en off señala que dichos exteriores no pertenecen al pasado, sino a la distópica ciudad de Arkanar, capital de otro planeta que ha quedado sumido en el tenebrista periodo del Medievo. Por decreto del tirano Don Reba, la Universidad ha sido destruida y los sabios, lectores y artistas son ejecutados públicamente. Igual que en Fahrenheit 451, la erudición es motivo de condena, o como Crumbs de Miguel Llansó, la alta cultura ha desaparecido, dando paso al endiosamiento de lo banal. El último largometraje del autor de Mi amigo Iván Capshin mantiene su perseverante crítica antisoviética, pero ésta se sustenta a través de la inmundana atmósfera postapocalíptica, omnipresente en su dantesca y milagrosa epopeya de casi tres horas, que se dispone a abarcar la oscuridad del alma humana en cada uno de sus planos.

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