Renan Camilo

En lo que se refiere al concepto de independencia, pienso que la alteridad resulta crucial en materia cinematográfica. Uno es independiente en relación a otro, a otra cosa: la colonia al imperio; los niños a sus padres; un cuerpo a otro cuerpo. En todos los casos, se presupone una autonomía, es decir, una actuación impulsada por uno mismo, un vivir bajo las propias leyes y condiciones, una capacidad de satisfacer las necesidades particulares.

Sin embargo, existe siempre una relativización de la noción de independencia, que a su vez aporta una cuestión política: ¿desde qué punto de vista y en relación a qué o a quién se conforma la independencia? Esta manera de establecerse en relación al otro provoca, en el hacer cinematográfico, indagaciones, problemáticas e inquietudes en al menos dos instancias. La lógica de la creación artística y la organización industrial, marcada por la complejidad y los costes del proceso cinematográfico.

De hecho, cuando diferentes filmografías alrededor del mundo intentan adoptar el sello “independiente”, uno de los factores de más peso es el económico. El sentido común nos lleva a entender que el cine independiente es aquello que se opone a las formas clásicas de la industria cinematográfica, encarnada por Hollywood. Esto se debe a que, en los Estados Unidos, el término “independiente” surgió para designar a un movimiento de cineastas que se negaban a producir sus películas a través del sistema de estudios, que controlaban con mano férrea todos los pasos de la creación fílmica, desde la producción hasta la exhibición.

Maya Deren decía que hacía sus películas con el presupuesto que Hollywood disponía para comprar pintalabios. Y, más recientemente, Miguel Llansó, director español de Crumbs, publicó “Hasta luego, amigo. Carta abierta de un cineasta independiente al director del ICAA” (Instituto de la Cinematografía y de las Artes Audiovisuales de España), en que escribe: “Bueno, pues ahora se acaba de publicar la única ayuda estatal a la producción de cine independiente que se llama ‘Ayudas selectivas a la producción de largometrajes’. Volví a España a ver si podía sobrevivir. ¡Quería contribuir a la marca España! ¡Te lo juro! Pero –ay, amigo mío– ha bajado usted el exiguo presupuesto del año anterior un 18% más. Estamos en poco más de 5 millones de euros para la producción de todas las películas independientes de España, seguramente un presupuesto menor que el destinado a viajes de directivos y asesores de cualquier ministerio”.

Desde el punto de vista del presupuesto, la diferencia es clara. Pirates of the Caribbean: at World’s End costó aproximadamente 320,438 millones de euros. La La Land cuenta con unos 28,5 millones de euros; Moonlight 1,42 millones; Aquarius de Kleber Mendonça Filho cerca de 675 mil euros; Crumbs del ya mencionado Miguel Llansó 200 mil euros; este que os escribe realiza ahora mismo un cortometraje con 600 euros; Meshes of the Afternoon de Maya Deren se filmó con un valor estimado de 260 euros. A excepción de los dos primeros títulos, todos los demás son considerados cine independiente.

Además del factor financiero, esa “condición” de autonomía tiene en cuenta las elecciones estéticas y la libertad temática que, fuera de esa cosecha, no sería posible. Para los independientes, es –o debería ser– esencial no renunciar a su ideología, al mundo y a una cierta forma de hacer cine. Una especie de independencia o muerte, de liberté guidant le peuple. De ahí la defensa del director como autor de una visión del mundo construida a partir de su contemplación de la realidad. Esta búsqueda y trabajo, en última instancia, conduce al análisis de cómo la obra es filmada, cómo se cruzan cuestiones técnicas y elecciones creativas, encarnadas en la tríada que forman estilo, mirada y dirección. Siguiendo este razonamiento, pienso que a la subjetividad del autor, a su verdad para con el cine y el público, y a su compromiso político (más allá del presupuesto y del ego artístico), que demarca la independencia, originalidad y autonomía, le acompaña una forma de producción que también debe contener ese espíritu de independencia.

Desde esta concepción de la independencia, me interesa pensar el Americana – Festival de Cine Independiente Norteamericano de Barcelona, que acaba de celebrar su cuarta edición. Un festival plagado de personajes marcados por una cierta soledad o alteridad, lo que podríamos llamar independencia.

Personaje uno: ridículo. Donald, de Donald Cried (Kristopher Avedisian).

Fernando Pessoa, a través de su heterónimo Álvaro de Campos, escribe que “todas las cartas de amor son ridículas, no serían cartas de amor si no fueran ridículas”, “las cartas de amor, si hay amor, tienen que ser ridículas”. Donald (el propio Kris Avedisian) es ridículo, porque es Donald y no otro personaje. Viene cargado de una cruda emoción y espontaneidad, al borde de la niñez y de lo absurdo. Es un carácter construido para incomodar, para enseñar una cierta soledad de las personas ensimismadas, desvinculadas del otro, en los márgenes de las relaciones sociales, físicas o mediáticas. Cruda también es la forma de filmar: plano-contraplano, primeros planos, cámara en la mano, cortes más académicos en el montaje, además de una luz, de unos espacios y actuaciones bastante naturalistas. Las excepciones las encontramos en dos secuencias cruciales: primero, aquella en la que Donald y un amigo de la infancia se adentran en un refugio de la época en que aún era jóvenes, donde Donald preserva objetos, juegos y bromas de otrora y que surge como un momento atemporal dentro de esta naturalidad y realidad fílmica; y segundo, la reunión en beneficio de una señora con cáncer que se convierte en una fiesta comunitaria regada de música y alcohol. En estas dos escenas se percibe un juego más artificioso con el movimiento de cámara, luces y fotografía, que acompaña la vertiente más excéntrica del grotesco antihéroe del film.

Donald se siente pleno por primera vez después de 15 años a causa de la llegada del amigo, que no tiene la más mínima intención de quedarse en un sitio pueblerino y deprimente, pero que pierde su cartera en el viaje y se ve obligado a pedirle un favor a Donald. Quien, por su parte, tiene la sensibilidad de percibir que ese “amigo” se acerca más por dinero que por compartir un momento (“¿Me prestarías algo de pasta? / Cuando viniste a mi casa, pensé que era para pasar el rato juntos”) y le implora profundamente una única mirada: “¿Puedes mirarme un momento? Quiero que me mires”. Donald es un grito de existencia en esta sociedad en la cual lo sencillo, lo demasiado rudo, de no pulimento en el trato social, provoca distanciamiento e, incluso, exclusión, voluntaria o involuntaria.

Personaje dos: gay. Óscar, de Closet Monster (Stephen Dunn)

Si Donald es más bien un personaje de visible carencia y necesidad afectiva, Óscar (Jack Fulton de niño, Connor Jessup de joven) personifica al adolescente solitario, metido en su habitación y entregado al mundo creativo, que se expresa a través de la fotografía y del maquillaje de figuras monstruosas. Por cierto, el monstruo, conceptualmente, caracteriza lo diferente, lo repulsivo, lo que se resiste a la integración, todo lo opuesto a lo agradable, a la comodidad, es aquello que no puede domesticarse.

En la estela del Cine Queer, la película pone en pantalla ciertas ambiciones artísticas. El ritual de paso vivido por Óscar presenta diferentes capas, todas ellas marcada por una soledad cuya expresión máxima es el hecho de que el mejor amigo del protagonista es un hámster, una especie de alter ego, que tiene voz, le habla al adolescente, le reprocha, le hace compañía.

Óscar va a descubrirse al lado de un padre tan intenso como él. Un padre que no supera el divorcio, que no tiene el mínimo tacto respecto a la homosexualidad del hijo, que reacciona con violencia e, incluso, la provoca. En su trabajo, el pequeño monstruo conoce a Wilder (Aliocha Schneider), chico guapo y misterioso, ese personaje canónico de las películas queer que surge para despertar todo el homoerotismo, los deseos de la carne, las pasiones platónicas, lo efectos lisérgicos de las fiestas. Por su parte, a nivel formal, la película explota la artificialidad de colores, luces, y unas escenas casi coreografiadas.

Stephen Dunn expande el ritual de Óscar en imágenes metafóricas. Primero, su aspiración artística construida en el tríptico maquillaje-monstruo-máscara, que sintetiza la dualidad del yo, la idea lacaniana de que, a lo largo del proceso de búsqueda de unidad corporal, de un cuerpo propio, todo yo es un otro. Finalmente, el hierro y la sangre, que procede de un trauma del protagonista por haber presenciado una brutal agresión a un chico por el solo hecho de ser homosexual. Llevado a cabo como un organismo de hierro que se mueve por el cuerpo de Óscar cuando él se siente poseído por sus deseos hacia otros chicos, hasta que, tras la muerte de su hámster provocada por su propio padre, él se libera de este cuerpo extraño, se libera de sí mismo.

Personaje tres: a contracorriente. Christine (Antonio Campos)

En julio de 1974, Christine Chubbuck, periodista de un canal de televisión de Florida, Estados Unidos, se puso un arma en la cabeza y tiró del gatillo en medio de una transmisión en directo. Su muerte-protesta puso de manifiesto la enfermedad de convertir la pantalla televisiva en puro sensacionalismo. “In keeping with WZRB’s policy of bringing you the latest in blood and guts, and in living color… you are going to see another a television first: attempted suicide”.

Rebecca Hall se entrega por completo al personaje. Juega con un efecto casi robótico: la manera de caminar, de estar estática, de mover las manos y brazos, son los de una persona que quiere, desesperadamente, ser humana, pero que es incapaz de llegar al otro. Christine es rechazada por el jefe e ignorada por su madre, que está demasiado ensimismada para darse cuenta de la profunda infelicidad y ambigüedad de su hija, quien a los 29 años sigue virgen, viviendo con su madre, aunque ahora ella, la mujer más joven, es la que financieramente mantiene la casa.

Christine nada sola contra la corriente, el sentido de su vida está en el trabajo, en el reportaje político. El ridículo Donald grita para que le miren; Christine vocifera para que la escuchen. La voz y las miradas que le otorga Rebecca Hall no son para nada robóticas: ella desnuda a un ser humano cargado de angustia, sufrimiento y frustración.

Los colores pastel de la escenografía –amarillos, azules, rosa, marrones– contrastan con cierta oscuridad del personaje, que se encierra en su trabajo, en sus investigaciones, para protegerse de su inhabilidad social mientras suplica un gesto de atención del otro hacia ella, sea de la madre o de sus compañeros de profesión.

Otros tantos…

Os (Mark Proksch), el exorcista de Another Evil, ridículo y absurdo, un poco como Donald, pero aquí construido en un mundo de horror tragicómico. Os se aferra a la existencia de demonios en la casa de Dan (Steve Zissis), porque no tiene a nadie, no quiere volver a su realidad, quiere estar al lado del que considera su nuevo –y único– gran amigo. En Swiss Army Man, Hank (Paul Dano), cansado de vivir solo en una isla y a punto de quitarse la vida, encuentra la compañía de un muerto-vivo, un zombi, con quien empezará a crear lazos de amistad y amor para toda la vida.

No creo que sea una simple coincidencia esta miscelánea de personajes un tanto solitarios, sino más bien un síntoma de nuestros tiempos, o quizá de una América que, en manos de Trump, tiene como slogan no sólo el ya tan conocido Make America Great Again, sino otro aún más peligroso: America First and only America First.

Dice Zygmunt Bauman, en el documental The Swedish Theory of Love: “[…] en vez de demostrar que tú eres inteligente y los demás son tontos, tal vez demuestre que los demás son inteligentes y el tonto eres tú. La independencia te arrebata las habilidades para hacer todo esto. Cuanto más independiente eres, menos puedes hacer para detener tu independencia y sustituirla por una placentera interdependencia. Al final de la independencia no está la felicidad. Al final de la independencia está el vacío de la vida, la insignificancia de la vida. Y un aburrimiento absolutamente inimaginable”.

Cuando pienso el cine, pienso en lo humano y político que debe ser. Si lo pienso humano, es porque el cine nos puede enfrentar al dolor de la vida misma, el dolor del vacío, dando a la existencia una dimensión más honesta, veraz, más allá de lo banal. Si lo pienso político, lo pienso como lucha, como acción en el mundo, como denuncia social. El cine no se hace independientemente. Depende primero del compromiso de uno mismo con su verdad; luego de la colaboración de un equipo que ponga en la pantalla su originalidad y autonomía. El cine depende también de algún tipo de financiación, pública o privada, de eso no se puede huir y no tiene sentido negarlo. Más que independiente el cine es interdependiente, igual que nosotros, los humanos.