Júlia Gaitano (Festival de Sitges)

Si Quentin Dupieux, en la breve presentación grabada desde su coche especialmente para el público de Sitges, te pide que te dejes llevar por el vibe de su nueva película –según él, la primera que realiza sobre la amistad–, lo único que puedes hacer es abandonarte a los vaivenes de su nueva y demente invención. Un año después de La chaqueta de piel de ciervo, que se pudo en Sitges 2019, Dupieux regresa con, efectivamente, una historia de camaradería y compañerismo. Mandíbulas, presentada fuera de competición en la pasada Mostra de Venecia, cuenta las peripecias de un dúo de tontos muy tontos que manifiestan una fe ciega en sus posibilidades. No sería arriesgado suponer que Dupieux está familiarizado con las comedias de los hermanos Farrelly, aunque, lejos de una estructura narrativa de corte clásico, al francés le interesa poner en marcha una suerte de inercia argumental, de escritura automática que sigue la norma del “sí, y…”, un poco a la manera de El gran Lebowski. Una inercia a la que se añade un elemento absurdo, fantástico (en el sentido de género, pero también en el de ocurrencia): una gigante mosca a la que Manu (Grégoire Ludig) y Jean-Gab (David Marsais) apodarán Dominique e intentarán domar con la intención de hacerse ricos.

Es difícil que una buddy movie resulte realmente exitosa si no prima en ella una magnética complicidad entre los buddies en cuestión. Esto está claramente en el orden del día de Dupieux, que se sirve del vínculo entre Ludig y Marsais, dúo cómico conocido en Francia por su programa de sketches online Palmashow. Desde el fabuloso saludo (Toro!) que se establece a modo de gag recurrente hasta la desopilante capacidad de adaptación de ambos personajes a cualquier circunstancia, la película consigue implicar al espectador en la complicidad que comparten los protagonistas. Durante la película, Manu y Jean-Gab cruzarán sus caminos con distintos personajes, pero ninguno tan insólito como la Agnès de Adèle Exarchopoulos, que raya en algunos momentos una incomodidad ligeramente peligrosa. La actriz de La vida de Adèle encarna a una chica que padece una lesión cerebral que la lleva a hablar de forma agresiva y retumbante en todo momento. Ante un material de riesgo como este, Dupieux demuestra tener un enorme control sobre el tono y el timing humorísticos de su obra. A pesar de andar por la cuerda floja del mal gusto, Mandíbulas no llega nunca a tambalearse demasiado, gracias en gran medida a la apacible energía que emana del dúo protagonista. Contrariamente a lo que podría parecer por lo surrealista del planteamiento y la naturaleza cafre de Manu y Jean-Gab, Mandíbulas acaba trazándose como una feel good movie sobre la amistad.

En el linde opuesto a Mandíbulas, tanto en tono como en pretensiones, hallamos Amulet, la ópera prima de Romola Garai. La actriz británica, conocida por sus delicadas caracterizaciones de época en Expiación, más allá de la pasión de Joe Wright o en la adaptación de Emma de la BBC, sorprende con esta hermética incursión a un terror de cocción lenta. Amulet es una película con rotundas apuestas visuales y narrativas, aunque en sus puntos fuertes se encuentra también la génesis de sus fallas. Así, el ritmo pausado del relato tensa el film pero también resulta algo tedioso. Sucede lo mismo con el intento de estructura en dos tiempos de la odisea de un soldado refugiado llamado Tomaz (Alec Secăreanu), una apuesta que aviva la narración pero que acaba enmarañado el argumento. Imelda Staunton (una actriz que, con nada y menos, es capaz de plantar la semilla de una sensación de desasosiego que durará la hora y media de película) interpreta a la madre superiora del convento que recogerá a Tomaz. Ella lo introduce en casa de Magda (Carla Juri), una mujer anulada por el encierro en su propio hogar. A partir de ahí, Amulet funciona como una pieza de cámara a cuatro manos entre dos (ya no tan) jóvenes que, enfrentados a aciagas circunstancias vitales, descubrirán el uno en el otro el afecto que pareciera que necesitan.

Magda es un personaje tremendamente estimulante, como lo son las protagonistas de los relatos de Shirley Jackson: esas jóvenes que, pese a su condición terrible e inefable, devienen bonitas criaturas que viven en esta casa, como señalaba el título de la atmosférica, estimulante y algo mediocre película de Oz Perkins. Magda aparece rodeada por un velo de decadencia que toma forma en la figura de una madre violenta y repulsivamente enferma. Una relación que desencadena la maraña de cargas emocionales y traumáticas que Garai utiliza para componer una obra de horror opaco, una película en la que “no pasa nada” y que deja tras de sí un magnético imaginario de tallas ancestrales, demónicos roedores y conchas de caracol marino que anuncian la presencia del Mal.