Víctor Esquirol (Festival de Locarno)

Como sucede con las grandes historias, la narración de After Blue parece invitar al canto. En el nuevo trabajo del francés Bertrand Mandico, este canto se ejecuta a partir de una coral de voces y caras que se solapan y complementan para dar forma al prólogo de la película. ¿Cuándo? En un futuro muy lejano. ¿Dónde? En el planeta After Blue, lugar de residencia de la humanidad después de la destrucción de la Tierra. El hombre, nos cuentan, fue el causante de tal calamidad, y ahora solo queda la mujer. Una de ellas toma la palabra, y el protagonismo. Su nombre es Roxy, pero en el pueblo la conocen como Toxic. Ambos nombres se repiten una y otra vez, como si juntos formaran el estribillo de una canción que no acaba de concretarse a lo largo de las más de dos horas de duración. Y es que todo es exceso en el nuevo trabajo de Mandico. La película es monumental, se mire cómo se mire; maratoniana, si se prefiere, solo que aquí la larga distancia se corre con la gestión suicida de energías con la que se afrontan los 100 metros lisos.

Hay que quemarlo todo en cada plano, como si no hubiera un siguiente. Sin miedo a que el espectador termine sacando espuma por la boca y sangre por los ojos, o precisamente buscando ese efecto. ¿Qué es After Blue? ¿Una aventura espacial? ¿Un coming of age? ¿Una fábula familiar? ¿Un western post-apocalíptico? ¿Un musical encubierto? Es todo esto, y mucho más. Del mismo modo, las referencias que vienen a la cabeza se amontonan, pisándose las unas a las otras, formando un conglomerado cuyos componentes acaban siendo indistinguibles. Ahí están los brillos y las neblinas líquidas con las que John Boorman dio vida a la Leyenda Artúrica, ahí está el kitsch de Mike Hodges en Flash Gordon, ahí está el delirio visual y la escritura de personajes del Alejandro Jodorowsky que va de Fando y Lis a La montaña sagrada. Ahí está, cómo no, Panos Cosmatos (Beyond the Black Rainbow, Mandy), ese sublime reciclador de la materia oscura de los años 80. En esta misma línea, resulta fácil acordarse de Hélène Cattet y Bruno Forzani, brillantes (re)intérpretes del giallo y el polar.

Con After Blue, el director del título de culto Les garçons sauvages se consagra como infatigable creador (y mezclador) de imágenes y sonidos imposibles. Todo parece nuevo, todo recuerda a la excitación de esa primera vez en que nos enfrentamos a una experiencia para la que nadie nos había preparado. Como si fuéramos alienígenas en un mundo todavía por explorar. Ahora entra en escena la supuesta villana de la función: la temible Kate Bush, maldición desenterrada que pondrá en jaque el delirante orden de este planeta de las mujeres. Todas la temen, menos Roxy, que rima con Toxic. Ella misma se da cuenta de que Bush (“arbusto” en inglés) rima con bouche (“boca” en francés), y claro, no puede resistirse a disolver una cosa con la otra.

“El sabor del arbusto en mi boca… el sabor del arbusto en mi boca”, como esos mantras con los que las palabras, a fuerza de repetirlas, pierden su sentido original para, a lo mejor, adquirir otro. Todo en After Blue está sujeto al poder transformador que surge de la interacción entre imágenes. El rostro de una mujer nos lleva a otro, y este al de un hombre, y este al de un ser de género no binario. Del mismo modo, la partitura omnipresente, tan importante como las líneas de diálogo, pasa del órgano a la batería, de los coros celestiales a los ritmos disco, de lo sinfónico a lo punk.

Esta película bien podría ser la poción preparada por un alquimista cósmico; el resultado de remover, con genio furioso y libido disparada, los procesos con los que operan nuestros sentidos. La ingesta de dicho brebaje invoca un efecto sinestésico que es pura poesía. Tarde o temprano, todo acaba rimando en After Blue: Roxy con Toxic, Bush con Bouche, pero también el verde con el naranja, el cuarzo con la arena, las yeguas con los gusanos, la purpurina con la bruma, la bruja con la peluquera, el útero con el tercer ojo… En más de una ocasión, el director y guionista, enfermizamente detallista, amaga con enseñarnos una criatura increíble, pero esta, de alguna manera, se resiste a ser completamente encuadrada. Fuertes pulsiones lovecraftianas laten también en este cuento que parece llegado de una dimensión muy lejana y extraña. Una dimensión regida por leyes que llaman al caos, presidida por geografías de cromatismo absurdo y habitada por una vegetación que desafía a cualquier lógica. Un reino imposible de ver, escuchar y entender (como lo era, por ejemplo, el de Mamoru Oshii en Angel’s Egg); un reino que no puede ser reproducido fielmente por ninguna palabra ni ninguna imagen, pero que a lo mejor sí por la unión excesiva de todas ellas.