“Sin caer en ningún didactismo, Queridísimos verdugos nos enseña, con absoluta nitidez, que la justicia tiene un carácter de clase, que el garrote se hizo para los pobres y para los rebeldes. (…) Con Queridísimos verdugos, Martín Patino ha conseguido una obra sobrecogedora, su obra maestra. Ha dado la talla de un artista, para el cual el cine no es un instrumento de evasión, sino de reflexión crítica y de propuesta transformadora”. Así hablaba Félix Muriel en la publicación ‘Mundo Obrero’, en la primavera de 1977, cuando el documental del cineasta salmantino pudo ser visto, tras unos años de prohibición, en las salas de cine. Recurriendo esta vez al formato de entrevista –dejando en parte de lado su magistral trabajo con el material de archivo en Canciones para después de una guerra (1976) y Caudillo (1977)–, Patino ofrece el retrato físico y psicológico de tres verdugos (o “ejecutores de sentencias”, como se denominan) que todavía desarrollaban su (maldita) profesión a comienzos de los setenta en España. Sin duda, la película es un alegato rotundo y necesario contra la pena de muerte, pero también es un acercamiento al mundo interior de sus protagonistas, sin miramientos, a corazón abierto, para acabar resolviendo cómo el poder, y su abuso, acaban corrompiendo al ser humano. Una obra maestra. FB

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