Como un maleficio fílmico dirigido al simulacro de bienestar de la sociedad de consumo, Quiero lo eterno, la nueva película de Miguel Ángel Blanca, deviene la fiesta a la que uno nunca quiso asistir, pero de la que resulta imposible escapar. En cada uno de sus recodos sombríos, los fantasmas de las Navidades presentes y futuras exhiben con desdeñosa hostilidad el desconcierto de nuestro tiempo, encarnado en una troupe de adolescentes insensibles y asexuados cuya sed de destrucción no conoce límites. Su modus operandi se basa en la contradicción permanente: la desfachatez de insultar a la propia madre y después prometerle amor incondicional, relatar sin sombra de arrepentimiento el intento de ahogo a un hermano y luego mostrarse escandalizado por el homicidio de una indigente. Del mismo modo que Chaplin aprisionó a la sociedad entre la nobleza incontestable de Charlot y la zafiedad cínica de Monsieur Verdoux; igual que Pier Paolo Pasolini encorchetó el deseo humano entre el hedonismo de la Trilogía de la Vida y el fascismo de Saló o los 120 días de Sodoma, Quiero lo eterno asfixia al espectador entre el desprecio omnidireccional que practican sus protagonistas y el genuino compromiso fílmico que Blanca establece con sus indomables criaturas. Manu Yáñez

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