Víctor Esquirol (Festival de Berlín)

Estaba Raúl Ruiz enfrascado en uno de los muchos proyectos que tenía en marcha, una película que parecía destinada a no terminarse jamás. Un día, entre toma y toma, el cineasta chileno vio oportuno detenerse a charlar con un compañero de rodaje. La conversación, sostienen los que estuvieron allí, fue subiendo de tono e interés, con lo que el director no hallaba el momento de retomar la filmación, que se estaba realizando en escenarios naturales. Pasaba el tiempo y, claro, las condiciones ambientales cambiaban. Pese a los intentos por no impacientarse, el director de fotografía acabó estallando: “¡Raúl, se nos va la luz!”, a lo que Ruiz contestó “No… se nos va la vida, así que ven, siéntate y disfruta de este momento”. He aquí un artista que no prestaba atención alguna a las agujas del reloj. Quizá por eso su obra sigue latiendo y estremeciendo como antaño.

Esta reveladora anécdota fue relatada por la cineasta chilena Valeria Sarmiento, viuda de Ruiz, en el año 2017, en Locarno, a razón de la presentación de aquel prodigioso ejercicio de arqueología fílmica titulado La telenovela errante. Ahora, casi una olimpiada después, aparece EL TANGO DEL VIUDO, otro motivo para seguir creyendo en las maravillas del mundo. Por cierto, el título completo de la película es EL TANGO DEL VIUDO y su espejo deformante, un apéndice que ayuda a explicar la forma que ha adoptado el proyecto que Ruiz rodó en 1967 y que ahora ha finalizado Sarmiento con la ayuda de, entre otros, un grupo de consultores mudos que, leyendo los labios de los actores, permitieron reconstruir los diálogos del film.

Las imágenes y sonidos de EL TANGO DEL VIUDO y su espejo deformante remiten a aquel hito cinéfilo que supuso la reconstrucción de Al otro lado del viento de Orson Welles, una obra que solo podía ser entendida a través de un cierto sentido del extravío. Aquí tenemos un film de Ruiz que se daba por desaparecida, pero que de repente reaparece. Eso sí, sin ninguna pista de audio localizable. A Ruiz se le fue la frase… y la terminó Valeria Sarmiento, quien dobla a los actores de la pantalla y aprovecha para añadir sonidos que surgen del fuera de campo. Un respetuoso proceso de reconstrucción no carente de vocación creativa.

Empieza la historia con un personaje masculino enfocado a contraluz. A nuestros ojos, es poco más que una sombra, y a juzgar por la manera en que se mueve, incluso podría tratarse de un espectro. Hay, desde el primer fotograma de 16mm, una atmósfera fantasmal que, además, se reafirma cuando la trama empieza a tomar cuerpo: lo que hemos visto ha sido un hombre que paseaba tranquilamente por su casa… y que observaba el cadáver de su esposa. Ya tenemos al viudo. Lo que sigue es el tango, saldado mediante una impresionante muestra de cine en descomposición. La película pretende retratar el calvario interior del protagonista: un marido que ha sobrevivido a su mujer, y al que parece que solo le quede llorar su pérdida… o a lo mejor, desmoronarse, junto al mundo que le rodea, por una serie de remordimientos de inenarrable origen.

Ruiz concibió una caída a los infiernos tan desquiciante para quien la sufre (el viudo) como para quien la contempla (nosotros). El tango como mal trago, como ejercicio impresionista en el que los recursos cinematográficos se emplean de manera exasperante. El objetivo es, al fin y al cabo, ahondar en una psique enajenada, incapaz de distinguir la pesadilla de aquello que quizá no lo es. Conviene tener presente que EL TANGO DEL VIUDO y su espejo deformante bebe del mortuorio poema homónimo de Pablo Neruda. Y, como tal, el film de Ruiz y Sarmiento abunda en gestos poéticos, juegos de palabras, experimentos con el lenguaje. Todo ello en su vertiente más heterodoxa: el empalme de secuencias, la elección de planos, el uso del sonido… nada se corresponde con ningún tipo de lógica.

En EL TANGO DEL VIUDO y su espejo deformante todo invita a gritar, a desesperarse… a morir. Llegados al teórico fin, la película decide regalar al espectador otro milagro plegándose sobre sí misma, rebotando para volver al principio. En realidad, apenas hemos superado el primer acto, y el segundo se presenta como el eco más cruel imaginable, en una suerte de prefiguración del perverso espíritu de reescritura que invocaría David Lynch en Mulholland Drive. Es el infierno de la repetición, acentuado por el aturdidor efecto de la velocidad y las imágenes invertidas. Ahora el baile vuelve a pasar por cada una de las notas antes tocadas, pero revirtiéndolas. Si antes escribíamos, ahora borramos; si antes bebíamos, ahora regurgitamos; si antes inspirábamos, ahora expiramos. Y así, hasta volver a la casilla de inicio, la del fantasma contemplando a su mujer. Se cerró el círculo y terminó, de momento, este escalofriante diálogo (o juego de reflejos) entre pasado y presente, entre la vida y la muerte. Valeria Sarmiento se despide, hasta nuevo aviso, de Raúl Ruiz, el muerto que no murió porque su obra sigue viva.