Violeta Kovacsics (Festival de Sevilla)

Ayer, en la presentación de Niñato en los cines Nervión, que acogen el Festival de Cine Europeo de Sevilla, el director Adrán Orr dijo que, con la cámara, los momentos ordinarios se convierten en extraordinarios. Mientras miraba una de las primeras secuencias de la película, en que la cámara se instala en la habitación de tres niños pequeños, que se resisten a levantarse de la cama y vestirse, pensaba en esas palabras de Orr. Ese momento, que debería ser un instante pero que se convierte en una espera larga, en la lucha del adulto para lograr que los pequeños se levanten, entre la penumbra de la madrugada, cobra un carácter extraordinario, pese a tratarse de una escena determinada por una absoluta cotidianidad.

Los tres niños son Oro, Luna y Mimi. Junto a ellos, está David, un rapero treintañero, apodado Niñato, que vive junto a sus padres y hermana, y que no tiene empleo. En este contexto, que poco a poco vamos descubriendo, Niñato cuida de sus hijos. Orr ficcionaliza la realidad: los personajes se interpretan a si mismos y la paciencia del cineasta tanto en los tiempos de rodaje (estuvo con la familia Ransanz durante años, primero para su corto Buenos días resistencia y, ahora, con Niñato) como en los planos confieren un aura realista a la representación. La cercanía a los personajes y los tempos dilatados, la cercanía también entre aquello que vemos y la realidad de los actores, convierten Niñato en una suerte de reto para el cineasta, que evita cruzar la línea que lo llevaría al voyeurismo.

Orr cierra el encuadre sobre sus personajes. Así, el piso en el que viven parece todavía más pequeño, mientras las voces resuenan en off. En este sentido, se toma su tiempo a la hora de ir dilucidando los vínculos entre el núcleo familiar: los abuelos, la hermana, los hijos y David. Todos ellos forman una organización implacable, en que las labores se reparten, en que la madre de David le lava la ropa; en que él va a buscar a sus hijos al colegio al mediodía, para evitar así pagar el comedor escolar; y en que los dos hermanos conversan sobre cómo abordar las rabietas cada vez más constantes de Oro. “¿Me puedes comprar unos tampax?”, dice por ejemplo en off la hija a la madre. El encuadre cerrado potencia este uso del fuera de campo. Del espacio, apenas vemos algunas cosas, como las paredes del apartamento, garabateadas por los niños, grafiteadas por el adulto que no quiere crecer, o raídas por el tiempo.

Cuando Oro comienza una suerte de huelga infantil a la hora de hacer los deberes, David debe dejar de hacer honor a su apodo y ejercer su estatus de adulto y de padre. Así se compone este retrato generacional en tiempos de crisis, esta brecha que ha precipitado nuevas formas de cuidado y de convivencia –los abuelos como sostén familiar–. En el fondo, aunque son películas distintas, Niñato comparte con Tierra firme, la película de Carlos Marqués-Marcet, el retrato de una generación de treintañeros que navega sin empleos, dependientes de los padres; la dificultad a la hora de asumir las responsabilidades de la edad adulta; y la necesidad de recurrir a otros modelos familiares. En Niñato, sin embargo, la luminosidad que por momentos asoma en Tierra firme da paso a la penumbra y al frío. En todo caso, la luminosidad se encuentra en los gestos de los niños.

En un momento de La isla, vemos las imágenes de archivo de un titiritero recortando espuma para hacer un muñeco. Esas manos, comprendemos, son las de los creadores de La isla de Flora, un programa infantil, al estilo de Barrio Sésamo, que en los años noventa se emitía en Andalucía, con vocación tanto de entretener como de educar a los niños. Así, de entrada, podría parecer que La isla, un viaje en el tiempo hacia aquella época y aquel show, adolece del localismo, pues apela a los recuerdos de una generación y de un público muy concreto. Sin embargo, y sin ofrecer excesiva explicación e introducción al espectáculo televisivo, el director, Miguel Rodríguez, logra trasladar lo concreto al terreno de lo universal, convirtiendo su película en una crónica de cómo las imágenes del pasado pueden aparecerse ante nosotros como un fantasma recién levantado de la tumba.

Esas manos que recortan la espuma, o el vídeo en que se nos cuenta cómo dibujar un pollito a partir de dos simples trazos amarillos, o la escritura manual de las cartas que escribieron los niños y las madres al programa, impresas sobre la pantalla… todo esto evoca un gusto por lo manual, por la exploración de la imaginación a partir de lo tangible. En este sentido, hay algo en este gusto por lo artesanal que me hace pensar en Algo muy gordo, de Carlo Padial, una de las mejores películas vistas en Sevilla y, quizá, un filme-compendio de ese nuevo-otro-cine español que ha hecho de la primera persona y del propio proceso artístico y creativo, lleno de dudas e incertidumbres, su centro de interés. En Algo muy gordo, el cómico Berto Romero se empeña en rodar la-película-española-con-efectos-especiales-definitiva. Y, sin embargo, todo lo que vemos es tangible: el croma, el traje, un coche que no logra explotar… vemos el esqueleto que queda en la era de lo virtual, las cuerdas de la marioneta, el truco cinematogáfico. Si Jerry Lewis hubiese filmado hoy Un espía en Hollywood, sería una exploración igualmente desencantada del universo del CGI.

En aquella película de Lewis, el director y actor resumía la magia del cine a partir de la interacción entre el protagonista y unos títeres. La isla reivindica la figura del titiritero, se adentra en el recuerdo familiar y evoca el sentido fantasmagórico de las imágenes, mediante su textura televisiva y el fondo negro que lo reencuadra.