Violeta Kovacsics

“Las mentiras son del mundo de las tinieblas, y usted, Jeanne, es hija de la luz”, dice un cura a la protagonista de Une vie, una mujer que abandona la serenidad de la casa de los padres para adentrarse en un matrimonio que le acarreará todo tipo de tormentos. En el fondo, la última película de Stéphane Brizé, que adapta aquí una novela de Guy de Maupassant, es precisamente una historia de luz y de tinieblas, pues el grueso del relato se instala en esta dicotomía, entre los tonos amarillentos y brillantes de los días felices de Jeanne junto a sus padres y los colores grisáceos, oscuros y agónicos de su existencia como mujer casada, víctima de los engaños de su esposo.

Rodada en formato 4:3, con los rostros casi siempre de perfil, Une vie –que concursa en la Sección Oficial del Festival de Sevilla– se compone de una narración fragmentada, con saltos constantes en el tiempo, en esa vida decadente de la protagonista, como si la película fuese la evocación de un tiempo que fue mejor y de un profundo desgarro. Une vie se aferra a esta descomposición del relato para instalarse en la rememoración. No logra dar forma, sin embargo, al poso nostálgico de la bellísima Sunset Song, de Terence Davies.

De hecho, A Woman’s Life, el título internacional del filme de Brizé, bien podría corresponder a cualquiera de las dos últimas películas de Davies. Tanto Sunset Song como Une vie componen sendos retratos de mujeres que resisten, que sobreviven porque aguantan, en contraposición, por ejemplo, a los personajes de El porvenir y de María y los demás, en las que se plantea el trayecto de la mujer hacia el dominio de su propio destino, hasta tomar las riendas de su vida. Une vie comparte con Sunset Song la construcción de una “historia de vida” a base de huecos, de elipsis, de elementos que faltan. Quizá por eso, el mejor momento de Une vie transcurre en fuera de campo: cuando Jeanne va, escalera arriba, a buscar a su doncella, y luego, escalera abajo, a su marido, hasta descubrir, tras las puertas de cada habitación, un secreto. La escena culmina con el cuerpo de la protagonista que sale disparado, corriendo por el campo, en plena noche, como una mancha blanca y abstracta que se dibuja sobre la negrura. Como una estrella fugaz. Es un momento en que el desgarro se muestra vivo, incontrolable, en el que el férreo dispositivo que ha planteado Brizé baja sus defensas y deja entrar la emotividad más orgánica.

dogs

La elipsis también está presente en Dogs, la ópera prima de Bogdan Mirică, que se balancea precisamente entre lo explícito y lo sugerido. La historia de Roman, un hombre que viaja al campo para vender los terrenos de su abuelo, se convierte enseguida en una suerte de thriller rural que cuenta también con un policía al borde de la muerte y un villano desdibujado. “No es la tierra en sí, sino lo que está alrededor de ella: el mar, la frontera”, dice uno de los personajes de Dogs, poniendo así de manifiesto que esta es una película de fronteras, tema central de nuestra Europa contemporánea. La idea de límites, de borde, queda bien definida en la primera parte de Dogs, cuando Roman observa de noche, desde la valla de la casa familiar, los faros blancos de unos coches que merodean por sus tierras. Son los mejores momentos de la película, pues las imágenes hablan por sí mismas, y la amenaza, aquello que ronda fuera de nuestros confines, se presenta como algo incierto, abstracto, que no se termina de ver, haciendo buena aquella aseveración de Fritz Lang, que sostenía, con motivo de M, el vampiro de Düsseldorf, que lo mejor para provocar el miedo y el terror en el espectador era no mostrar ni concretar el crimen.

En Dogs –que concursa en la sección Las Nuevas Olas–, el misterio se desvanece precisamente cuando la amenaza pasa a tener rostro, cuando lo abstracto da paso a la concreción y a un guión de tiralíneas. Da la sensación que Mirică, que se maneja con contundencia en su retrato de la violencia (el plano frontal del policía examinando el pie de un muerto sobre el plato en el que acaba de comer), no termina de aprovechar los elementos que tiene a su disposición. Especialmente, evita indagar en un paisaje que podría apelar a la violencia salvaje de Muerte en los pantanos de Nicholas Ray, y que aquí está presente tan solo en el plano que abre la película, en el que la cámara sobrevuela el agua verdosa para dejar entrever cómo algo emerge a la superficie.

liberami

Premiada en la sección Orizzonti del pasado Festival de Venecia, Liberami, de Federica di Giacomo –presentada en la Sección Oficial Fuera de Concurso–, se abre con una mujer de espaldas, junto a un cura que le hace un exorcismo. Elaborado a lo largo de tres años, el documental narra el auge de los exorcismos en Italia, a través de la práctica del Padre Cataldo, en cuya iglesia de Sicilia recibe las visitas de un sinfín de personas que dicen-creen-podrían tener al diablo dentro. Di Giacomo plantea un documental que no pretende tomar partido, sino que se limita a mostrar, que planta en la realidad un fenómeno que, en el cine, parece corresponder únicamente a los dominios de la ficción y, en concreto, al género de terror. Para ello, la directora se acerca a las distintas personas que pasan por la iglesia. La cámara se muestra respetuosa con la privacidad (hay rostros que no vemos) y, a la vez, incisiva con los hechos (desciende hasta el suelo cuando una de las mujeres cae, entre las manos de aquellos que la quieren “liberar”).

Lo curioso es cómo esta realidad que aquí se muestra en bruto termina por encontrar algunos lugares de la ficción. En un momento de la película, la cámara se centra en un chico, víctima de una posesión. El Padre Cataldo dice, señalando a la madre, “el trastorno ha nacido de ella, porque la madre tiene que ser una mujer de fe”. En otro momento, una mujer le consulta al cura sobre su marido, de quien sospecha que se ha enamorado de otra. El padre pregunta: “¿se trata de su secretaria?”. Luego, un hombre le dice a su hija, poseída por un demonio: “cuando te vi así me pareciste una prostituta”. En el cine de ficción, son las mujeres las que tienen el diablo dentro, las que deben someterse a los exorcismos. En Liberami, en esta visceral realidad de la Sicilia del siglo XXI, chocamos de nuevo con el estereotipo más cruel: la mala madre, la secretaria que seduce al hombre casado, la prostituta. De nuevo, son ellas. Las víctimas, las débiles, las que permiten que se materialice el mal. Así, la realidad y la ficción se miran en el espejo, y encuentran sus mismos defectos.